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Reportaje:APROXIMACIONES

Octavio Paz, 'Laurel' y nosotros

Adentrarse en el ámbito de la obra ensayística de Octavio Paz es perderse en la vastedad de un océano, con sus corrientes marinas, costas ignotas, islas, archipiélagos. Tal recorrido exige una cartografía previa que facilite la singladura adecuada pues el océano abarca también diversidad de espacios: poética, literatura, sociología, historia, política, antropología... La curiosidad omnívora de Paz se extiende de lo hispanoamericano a lo español, de lo europeo y norteamericano a lo hindú, de lo japonés al rico patrimonio de las civilizaciones extintas de Mesoamérica. Imposible ponerle puertas al campo, conforme al título de uno de sus más bellos ensayos. No conozco en nuestra lengua a otro escritor con tal amplitud de miras, ideas, saberes y conocimientos.

Paz cierra el debate en torno a la creencia chovinista en la existencia de literaturas nacionales
Laurel sigue siendo, y nosotros avalamos su apreciación, la antología más rica y rigurosa del periodo que cubre
Paz describe con serenidad y lucidez el maravilloso, contradictorio y a veces deplorable universo creador del poeta
Como su predecesora, Las ínsulas extrañas ha levantado ampollas y provocado reacciones destempladas entre poetas, críticos y profesionales de norma narrativa

Poeta ante todo, su exigencia creadora le impuso una incansable labor crítica. La una no iba sin la otra, se complementaban y enriquecían de forma recíproca. Sería interesante analizar las diferentes fases de su obra poética en función de las lecturas que revelan sus ensayos: de las imantaciones, afinidades, repulsas, corrientes alternas, de las capas acuíferas descubiertas por su vara mágica de zahorí. Ello mostraría la precisión de sus palabras cuando sostenía, frente a la tradición romántica que tantos estragos causó en nuestra lengua, que la crítica no andaba reñida con la inspiración.

"La crítica opera por negaciones y por asociaciones: define, aísla y, después, relaciona. Diré más: en nuestra época la crítica funda la literatura. En tanto que esta última se constituye como crítica de la palabra y del mundo, como una pregunta sobre sí misma, la crítica concibe la literatura como un mundo de palabras, como un universo verbal. La creación es crítica y la crítica, creación. Así, a nuestra literatura le falta rigor crítico y a nuestra crítica, imaginación".

Una concepción amplia de la labor poética como suma de conocimientos y experiencias capaces de engarzar el talento individual del creador con lo que yo llamo el árbol de la literatura y, más allá de éste, con el bosque universal de las letras, le condujo muy pronto a rechazar los nacionalismos de campanario y sus absurdas divisiones interesadas, no sólo entre lo español y lo llamado con escasa exactitud latinoamericano (citemos al propio Paz: la palabra América Latina "designa un conjunto de pueblos, no una literatura") sino también entre una supuesta literatura mexicana y otra argentina, peruana, chilena, cubana o lo que sea. El "terrorismo" de lo que Kundera denomina el "pequeño contexto" antepone lo nacional -en nuestro caso, el espacio geográfico de las instituciones estatales fragmentadas por esas desdichadas vicisitudes históricas tan frecuentes en nuestros países- a las constelaciones artísticas y literarias que se establecen entre poetas y novelistas de nuestra lengua común, independientemente de su inscripción en el registro civil de tal o cual Estado. ¿Hay una literatura mexicana, otra cubana, otra uruguaya, otra guatemalteca y así hasta la suma total de países de Hispanoamérica? Ciertamente no, pese al lamentable aislamiento de cada uno de sus centros culturales -Buenos Aires, México, La Habana, Santiago, Lima...- respecto a los demás. Por mi parte, mis afinidades electivas de gusto, lenguaje y percepción estética han convergido siempre con las de mis predecesores y coetáneos del otro lado del océano. Me siento más próximo, por poner un ejemplo, de novelistas cubanos como Lezama Lima, Cabrera Infante, Sarduy, Reinaldo Arenas o de mexicanos como Carlos Fuentes o Fernando del Paso que de Cela, Delibes o Juan Benet. En su clarividente ensayo Alrededores de la literatura hispanoamericana, Paz cierra de una vez el debate en torno a la creencia chovinista en la existencia de literaturas nacionales, separadas entre sí, como en compartimentos estancos, dentro de la lengua, de ese español maravillosamente diverso y no obstante compartido entre las dos orillas del Atlántico.

"¿Hay un lenguaje literario hispanoamericano distinto al de los españoles? Lo dudo. Por encima de las fronteras y del océano se comunican los estilos, las tendencias y las personalidades. Hay familias de escritores pero esas familias no están unidas ni por la sangre ni por la geografía sino por los gustos, las preferencias, las obsesiones".

Tras estas palabras introductorias paso al tema de mi reflexión: la antología poética de Laurel, publicada en 1941 en México por la editorial Séneca, antología que, como la de Federico de Onís, salida a la luz siete años antes, abarca los dos lados del océano, aunque en la del ensayista y crítico español la presencia de autores hispanoamericanos fuera muy minoritaria, por no decir simbólica. La selección de Laurel, encomendada por José Bergamín a Xavier Villaurrutia, Emilio Prados, Juan Gil Albert y Octavio Paz, y recibida en palabras del último entre "salvas y denuestos", aparece hoy, desde el acechadero de nuestro tiempo, como la primera antología que recoge un buen número de los mejores poemas escritos en nuestra lengua, en su doble vertiente americana y peninsular entre 1920 y la fecha de su impresión. Al releerla en 2006, advertimos con claridad el presupuesto del que partía Paz: las generaciones y percepciones cambian, la poesía permanece. Cuarenta años después, en su ensayo Poesía e historia 'Laurel' y nosotros, el poeta vuelve la vista a las circunstancias que originaron su aparición:

"A mí se me ocurrió la idea de la antología. Con ella quería mostrar la unidad y la continuidad de la poesía de nuestra lengua. Era un acto de fe. Creía (y creo) que una tradición poética no se define por el concepto político de nacionalidad sino por la lengua y por las relaciones que se tejen entre los estilos y los creadores".

Después de demorarse en su excusatio propter infirmitatem -los defectos y omisiones, a veces justificados y a veces no-, Octavio Paz no se desdice, con razón, de su labor compartida de antólogo, Laurel sigue siendo, y nosotros avalamos su apreciación, la antología más rica y rigurosa del periodo que cubre. Las maniobras, recelos, ataques abiertos o solapados que suscitó en el Parnaso de los poetas hispanoamericanos y del exilio español (en la Península, nadie o casi nadie se enteró de la existencia del libro, Sansueña, como la llamó Cernuda, vegetaba en un coma profundo) se leen hoy con curiosidad y diversión. El genus irritabile vatum de Horacio es una constante de nuestra herencia poética y Paz nos recuerda "los frascos de bilis y redomas de gargajos envenenados" que se arrojaron entre sí Lope de Vega, Quevedo, Góngora, Ruiz de Alarcón y otros bardos y escritores de la época. Con Laurel no se llegó a tales extremos: "Antología parcial, beligerante y destinada a ilustrar una visión particular de la poesía", en palabras del autor de El arco y la lira, provocó, como sabemos, escisiones, rupturas y enemistades enconadas. Al evocar la reacción de Juan Ramón Jiménez y la hostilidad de Pablo Neruda, primero a Bergamín y luego a los antólogos. Paz no se deja llevar por esa "reticencia desdeñosa" que desdichadamente me inculcaron, al comienzo de mi estancia en París, los amigos izquierdistas de la Rive Gauche respecto al estalinismo y retórica fácil del gran poeta chileno. Recuerdo que a causa de mi aversión a sus odas al Padrecito de los Pueblos, redacté un informe de lectura negativo de uno de sus libros para Gallimard, sin tener en cuenta los valores poéticos del volumen que analizaba.

Tras delimitar bien los campos entre el político y el escritor, Paz describe con serenidad y lucidez el maravilloso, contradictorio y a veces deplorable universo creador del poeta, tal y como lo percibo hoy, sin apriorismos ni telarañas:

"Neruda escribe con los ojos entrecerrados, equidistante del sueño surrealista y la rabiosa vigilia expresionista. En esos poemas hay revelaciones, profecías, humor, sátira, sentido común, observaciones idiotas, sexualidad exasperada -a ratos genésica y otras sórdida-, hay realismo brutal y bruto, poesía exquisita hecha de espuma y sal, hay escoria y basuras, titubeos y vaguedades sentimentales, hay un inmenso oleaje verbal que arrastra todos esos elementos, los levanta, los deja caer, los muele y los extiende sobre la página: playa cubierta de cetáceos gigantes. Y también: llano sembrado de piedras enormes sobre las que han escrito sus escrituras terribles e irrisorias los siglos de la geología y los segundos del instante".

Igualmente lúcidas y esclarecedoras son sus observaciones posteriores respecto a los poetas que figuran en Laurel: su obra subsiguiente, señala, no añade elementos nuevos a la recogida en la antología, con excepción de Juan Ramón. Espacio y Animal de fondo constituyen en efecto "un rejuvenecimiento y una culminación".

No puedo detenerme ahora en la aguda percepción de Paz de otros grandes poetas de Laurel -pienso especialmente en Cernuda-, ya sean españoles ya hispanoamericanos. Me limitaré a su evocación del uruguayo Julio Herrera y Reissig, a quien desconocía hasta fecha reciente y al que leí el pasado años gracias a un compatriota suyo que se hallaba de paso en Marraquech. El autor de Los parques abandonados y Sonetos vascos conocía muy bien la tradición literaria peninsular. El verso que cita Paz sobre el ajo, en vituperio de la "maldiciente canalla del terruño", me trae a la memoria los de Quevedo sobre el sol: "bermejazo platero de las cumbres / a cuya luz se espulga la canalla", y la divertida, aunque ripiosa, Oda al garbanzo, de José Joaquín de Mora, en la que culpa a éste, como Herrera y Reissig al ajo, de todas las desgracias y miserias de la historia patria.

La fecundidad de la apuesta poética de Laurel y el magisterio de Paz que tanto han influido en la mayoría de los aquí presentes, se manifestó, cruzado ya el umbral del milenio, con la aparición de una Antología de poesía en lengua española (1950-2000), cuya selección llevaron a cabo Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel Valente y Blanca Varela, publicado en 2002 con el sello editorial de Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Como señalan Nicanor Vélez en su liminar y los cuatro antólogos en el prólogo, el modelo elegido fue el de Laurel: el de una selección fundada no en criterios pedagógicos, históricos ni geográficos, sino en el valor estético de las obras, examinadas como un conjunto artístico. Como su predecesora, Las ínsulas extrañas ha levantado ampollas y provocado reacciones destempladas entre poetas, críticos y profesionales de normativa literaria. Nada más natural: dejando de lado el margen de error inherente a toda empresa humana, y que sólo el paso del tiempo podrá establecer, la antología, como la Laurel, es beligerante -contra la mala poesía- e ilustra también una visión particular en la que la innovación individual prevalece sobre el listado o catálogo de obras dispares, por orden cronológico, común a la mayoría de las antologías, crestomatías y analectas desde la que floreó y agavilló Menéndez y Pelayo. Se puede discutir la presencia u omisión de tal o cual autor -no sé, por ejemplo, si la obra de Ernesto Cardenal reúne más méritos que la de José Hierro-, pero traza un panorama amplio, variado y abierto a todas las tendencias del periodo que abarca: repara inadmisibles "olvidos", como los de Francisco Pino y Antonio Gamoneda: pone un límite a la petite marée noire de la inexperta "poesía de la experiencia". Por todo ello, merece nuestra gratitud.

La publicación muy reciente de Poesía hispánica contemporánea, a cargo de Jordi Doce y Andrés Sánchez Robayna, subraya con claridad la convergencia de criterios de los poetas que figuran en el volumen con los de Octavio Paz. Laurel es el faro, el punto de referencia. El libro no tiene desperdicio y complementa la propuesta, fresca y restauradora -un verdadero soplo de brisa- de Las ínsulas extrañas. Como escribe Sánchez Robayna, la premisa de que explicita la deuda contraída por todos, poetas o no, con Octavio Paz.

"Únicamente dentro del conjunto de la poesía escrita en español a ambos lados del Atlántico es posible determinar la verdadera importancia de un poeta contemporáneo de nuestra lengua, debe ser formulada acaso, previamente, como una sencilla pregunta: ¿puede hoy sostenerse que Emilio Adolfo Westphalen tenga una significación exclusivamente peruana, que José Lezama Lima la tenga sólo desde el punto de vista de la poesía de Cuba, que José Ángel Valente deba importarnos tan sólo dentro de los límites de la poesía española? ¿Cuál es, de hecho, la dimensión fundamental común a todos ellos sino la dimensión de la lengua?".

La invocación de Gamoneda, a partir de la experiencia de Laurel y Las ínsulas extrañas, a la constitución de "mecanismos editores supranacionales para que la poesía en la lengua española pudiera ser contemplada como un todo a pesar de sus diversos orígenes", debería ser escuchada. Es una necesidad artística, fuera de toda mercadotecnia. En España, e imagino que también en Hispanoamérica, las antologías hoy en uso -como señaló en su día Juan Malpartida y corrobora con humor Jordi Doce en el libro que comento- traslucen casi siempre "la voluntad dirigista y normativa" de los antólogos, trazan cuadros sinópticos de corrientes poéticas como si tratara de insectos o quelonios y multiplican las agrupaciones generacionales a un ritmo de gallina ponedora, y todo ello, como dice el autor de Otras lunas, para servirse cual "arma arrojadiza contra el poeta y la obra singulares", esto es, irreductibles a la didascalia clasificadora de aula, pizarra y tiza. Volvamos pues, una vez más, los ojos a la presencia iluminadora y amiga de Octavio Paz.

Octavio Paz (1914-1998) según Loredano.
Octavio Paz (1914-1998) según Loredano.

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