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Columna
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Turismo

La palabra turismo duele un poco en los labios cada vez que se pronuncia. No es fácil separarla del incómodo balido de los rebaños que recorren disciplinadamente las ciudades detrás de la banderita de su guía o de los ejércitos de visitantes carnosos y pálidos que aterrizan en el aeropuerto de Málaga, se encajonan en un autobús y salen al ruedo de las playas dispuestos a ponerse ciegos de sol y de cerveza. Como no les hiere un paisaje devorado por edificios innobles y urbanizaciones retorcidas, las manadas se quedan donde su pastor las deja, en prados con piscina de hotel, rumiando la hierba de los autoservicios. La tristeza sudorosa de este espectáculo ha invitado a muchos espíritus distinguidos a buscar en la palabra viaje un consuelo romántico. Frente al turista gregario, el viajero sueña con mantener los privilegios de la distinción o la leyenda de libertad y riesgo que ofrecían en otro tiempo las distancias. Pero esta épica del viaje no pasa de ser una negación clasista de la realidad que vivimos. La afortunada costumbre de recorrer el mundo que tienen hoy muchos ciudadanos guarda relación directa con las dificultades que encuentran los viajeros más selectos para disfrutar de orillas solitarias y lejanías vírgenes. No está el siglo para muchas representaciones de poder aristocrático; no son tiempos para que los millonarios viajen con sus propias vacas en la bodega del barco a fin de asegurarse la leche recién ordeñada en los desayunos. Más que insistir en la mitología reseca del viajero romántico, parece sensato defender una versión civilizada del turismo, tan distante del clasismo como de la vulgaridad. No es indispensable que un ocio democrático se confunda con las masacres especulativas de la construcción, ni con la ramplonería del mal gusto lanar de los borregos. Para España en general, y para Andalucía muy en concreto, resulta imprescindible defender un turismo educado, capaz de aprovechar en su sentido más rico las ofertas de la civilización, que tienen poco que ver con programas ideados según las costumbres de una piara de lerdos.

El Patronato Provincial de Turismo de Huelva ha apostado por esta reivindicación civilizada del turismo. Un buen ejemplo es la edición de La ruta de la luz (EL PAÍS Aguilar, 2006), una hermosa guía poética de la provincia, diseñada por Óscar Mariné. El turista es invitado a recorrer los monumentos y los lugares más aconsejables de Huelva, desde el levante hasta el poniente, a través de una selección de piezas literarias, elegidas por José Luis Gonzálvez y Antonio Ramírez. Las palabras de Alfonso X el Sabio, Luis de Góngora, Benito Arias Montano, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda y otros escritores nos acompañan por los amaneceres de Doñana o de Niebla, los muros del convento de La Rábida, las azoteas de Moguer, los inquietantes paisajes lunares de Riotinto o los médanos de Almonte. La literatura no se olvida de la eficacia, por lo que cada capítulo incluye consejos prácticos, invitaciones a la buena gastronomía, avisos de caminos y posibilidades hoteleras. Al leer La ruta de la luz he reconocido dos sensaciones que se dan con frecuencia en el turismo civilizado, ya sea en viajes solitarios o compartidos. Me refiero a la emoción histórica y a los instantes de recogimiento individual, en los que se vive la lejanía como forma de reencuentro con uno mismo. La memoria es parte imprescindible del viaje literario, y paseamos por las ausencias al tiempo que cruzamos las calles del presente. Emociona caminar por Granada junto a García Lorca o por Moguer con Juan Ramón, quizá en esos momentos de soledad y sosiego en los que podemos prestar atención a nuestros sentimientos, mientras pensamos con el corazón y recordamos con los ojos. El turismo civilizado representa lo mejor de la sociedad contemporánea no porque sea una práctica de consumo, sino porque define al individuo democrático que, más allá de elitismos y de mandatos imperativos, aspira a ser dueño de su propia voluntad. Así que no hace falta escudarse en las leyendas del viajero.

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