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Columna
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Galbraith, un liberal al estilo americano

Joaquín Estefanía

John Kenneth Galbraith murió el pasado sábado casi centenario. Desaparece uno de los científicos sociales más influyentes en la opinión pública durante gran parte del siglo XX. Su concepción de la economía como un mecanismo más del poder le alejó de los colegas encerrados en su torre de marfil y que la entendían como una técnica casi exacta. Para Galbraith, la economía -esto es, la infraestructura de la realidad- carece de sentido si se la separa de la consideración del ejercicio del poder, entendiendo por éste la posibilidad de imponer la propia voluntad al comportamiento de otras personas.

Liberal en el sentido estadounidense del término (es decir, progresista, socialdemócrata) su vida es coherente con su compromiso civilizatorio. Hace unos años Antonio Muñoz Molina se acercó a la personalidad de Galbraith y resumió de él: "Un caballero muy alto y muy anciano, civilizado e iconoclasta, economista y novelista, diplomático y profesor, partidario de la justicia y del sentido común, de la libertad y el bienestar de todos, irónico como un ilustrado del siglo XVIII, clarividente en su extrema vejez como un profeta que ve al mismo tiempo el porvenir y el pasado".

Su compromiso político se manifestó, entre otras cosas, en la colaboración con cuatro presidentes demócratas, Roosevelt, Kennedy, Johnson y Carter. Del primero dice: "El primero y en muchos sentidos el mayor de los personajes conocidos a lo largo de mi vida". La participación en la vida pública llegó hasta el final, oponiéndose de modo activo a las políticas más reaccionarias de Bush. En 2000 firmó un manifiesto, junto a otros 300 economistas (entre ellos nueve premios Nobel como Arrow, Klein, Modigliani, North, Samuelson, Sharpe, Simon, Solow y Tobin) denunciando la política de recortes de impuestos a gran escala, por regresiva (las personas de rentas más elevadas son "las que más se han beneficiado de la actual expansión económica") y por improcedente ya que EE UU seguía padeciendo un importante déficit social, entre el que destaca "la inversión en educación, sanidad, investigación y otras áreas esenciales para la prosperidad y el bienestar social a largo plazo".

A la hora de hacer el balance de la obra de Galbraith, destacaría dos conceptos que hoy, a principios del siglo XXI, tienen más vigencia que cuando fueron teorizados: los de la cultura de la satisfacción y la tecnoestructura. El economista profundiza en la calidad de la democracia, al denunciar el aumento de la exclusión; esta marginalidad es tan amplia que la contradicción principal ya no se da entre el capital y el trabajo, sino entre los favorecidos y sus burocracias, y los social y económicamente desfavorecidos junto con el considerable número de quienes por inquietud o compasión acuden en su ayuda. Aunque los segundos son más, se han decepcionado del sistema y no votan; por ello, en muchos lugares ganan las elecciones las fuerzas más conservadoras. Una mayoría no de todos los ciudadanos sino de los que realmente votan, gobierna al cómodo abrigo de la democracia realmente existente, en la que no participan los menos afortunados. La tecnoestructura, que definió en el año 1978, es el conjunto de personas y organizaciones técnicas que toman las decisiones importantes en el seno de las grandes empresas, que luego han de ser endosadas por los accionistas. Esa tecnoestructura galbraithtiana era de una ingenuidad casi naif ante la complejidad de las grandes corporaciones de ahora. Los actuales códigos del buen gobierno de las empresas tratan de limitar el poder omnímodo de esas tecnoestructuras.

Desde las páginas de un periódico es justo destacar otra de las labores de Galbraith: su participación divulgativa en los medios de comunicación. Editor de la revista Fortune, "allí aprendí que no hay ningún proceso ni problema económico que no pueda expresarse en un lenguaje claro y que no pueda ponerse al alcance de un lector culto e interesado". Su serie de televisión La era de la incertidumbre, todavía no ha sido superada. En ella explica: "En el siglo pasado, los capitalistas estaban seguros del éxito del capitalismo; los socialistas, del socialismo; los imperialistas, del colonialismo, y las clases gobernantes sabían que estaban hechas para gobernar. Poca de esa certidumbre subsiste en la actualidad".

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