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Columna
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Arte brutal

La familia de Franco ha desmentido que los lienzos con paisajes marroquíes que iban a ser subastados el próximo 5 de abril en Sevilla por la empresa Arte, Información y Gestión pertenezcan a la mano del dictador de los escapularios. Según la publicidad de la subasta, se trataba de varios cuadros ejecutados durante su estadía en el norte de África; representaban escenas costumbristas y vagos panoramas campestres y estaban firmados con el seudónimo Gironés.

He observado reproducciones de las obras y lo cierto es que la anónima paleta de la que han surgido no merece excesivos epítetos de admiración: se trata de conatos de impresionismo que se quedan en decoración de vajilla, y que recuerdan, también, a esas escalofriantes vistas con que uno suele chocar en las habitaciones de hotel de provincias dentro de un marco cromado. Al parecer no son de Franco, pero lo interesante es que la familia reconoce que, de todos modos, el Caudillo pintaba; como ejercicio terapéutico, para prevenir indigestiones, después del almuerzo se situaba delante del caballete y de sus pinceles surgían bodegones, jarrones con flores y sucedáneos de las telas que decoraban el Pardo. Los resultados estaban siempre firmados con un casto F. F. y son celosamente escondidos por sus descendientes, lo que no deja de parecerme injusto. Yo creo que apreciando esas creaciones del Generalísimo los visitantes de los museos podrían aprender muchas cosas, si no sobre el arte de la pintura, sí al menos sobre los recovecos, sótanos y mazmorras del alma humana: en esos pigmentos deben de figurar, agazapados, convertidos en la horma de una bandeja o el perfil de un clavel, la sangre, los millares de muertos de la Guerra de Liberación, los fusilamientos de poetas, el rencor, el complot judeomasónico para destruir el mundo.

A principios del siglo XIX, el médico estadounidense Benjamin Rush comenzó a interesarse y a coleccionar los dibujos, esculturas y pinturas de los enfermos mentales a los que trataba, convencido de que en esas entrevisiones confusas de formas y superficies se ocultaban aspectos de la experiencia humana que los artistas académicos no plasmaban con suficiente rigor. Jean Dubuffet otorgó la etiqueta de art brut a esta variante de arte elaborada por diletantes que hacían arte sin buscarlo, como secreción de la neurosis, la locura, el extravío o la estupidez que atascaba sus mentes: el cuadro o la estatua se convertía así en una ventana a la oscuridad, en un derrelicto rescatado del fondo del océano, de esas profundidades en que el alma se deja agitar por corrientes más inciertas que las emociones o los pensamientos.

Aparte de pintor principiante, Franco fue también novelista: bajo la máscara de Jaime de Andrade, escribió en 1941 Raza, una epopeya de energía varonil que fue trasladada al cine con mucho aspaviento por Sáenz de Heredia. Según testimonios de íntimos, Stalin rasgueaba la guitarra con cierto talento y empleaba una voz de barítono cálida y teatral para entonar las canciones típicas de su Georgia natal. Durante su estancia de juventud en Viena, Hitler convivió con un estudiante de música al que confesó reiteradamente su proyecto de escribir una ópera, y al que encomendó traducir al pentagrama arias enteras que le silbaba frente al piano; cuando se encontró en la calle, desahuciado y solo, sobrevivió vendiendo acuarelas con vistas de la ciudad imperial a los turistas.

Los dictadores siempre han sido atraídos por el arte, y a pesar de la incompetencia se han atrevido a emular a los grandes maestros, tal vez en busca de un equilibrio secreto que les permitiera reparar en el taller lo que destruyeron en los campos de alambradas. Espero algún día presenciar una exposición de dictadores, una galería integrada sólo por obras de manos que a la vez que empuñaban el buril o la espátula condenaban a muerte estampando su firma en el pie de un papel: podríamos aprender tanto sobre el horror y sus escondites. Con el permiso de Dubuffet, le daríamos el título de art brutal.

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