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Columna
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Lo que llamamos rosa

1Una vez más, siento una curiosa alegría al entrar en el pequeño supermercado paquistaní después de haber estado días sin hacerlo. Aunque parezca extraño, es como si ese colmado mínimo, situado en la planta baja del edificio donde vivo, fuera una rara prolongación del hogar. A los paquistaníes felices de ese modesto comercio les envidio su tranquilidad y les prefiero a muchos autóctonos del barrio que parecen cargar con la sombra plomiza del clima de crispación nacional y ya no digamos de guerra mundial en el que vivimos.

Después, subo a casa. Arrastro una fuerte resaca tras mi incursión nocturna de ayer por los barrios del sur de Barcelona. En la larga salida de anoche, hasta siete paquistaníes nos ofrecieron rosas. Últimamente, siempre que veo paquistaníes con sus flores me pregunto si su relación con ellas no irá más allá del mero negocio y en realidad, al igual que les ocurre a los afganos, tienen con esas rosas una relación muy peculiar, directamente amorosa. La verdad es que estos ansiosos paquistaníes de las rosas me parecen más cerca de mis vecinos de sombra plomiza que de los sonrientes paquistaníes del modesto supermercado de abajo.

Vengo preguntándome por esa peculiar relación de los vendedores paquistaníes con sus rosas desde que este verano conocí en Brasil al gran reportero de guerra John Lee Anderson, el autor de La caída de Bagdad y de la mejor y más documentada biografía del Che Guevara que existe. Durante el desayuno que compartimos en la Posada del Oro de la ciudad de Paraty, me habló de forma memorable de cómo, siendo básicamente un reportero de guerra, le quedaba tiempo entre las bombas para ocuparse, por ejemplo, del amor de los guerreros afganos por las flores de plástico. Ahora John Lee Anderson ha publicado un reportaje sobre los amores de los guerreros y lo encabeza con una cita de Bruce Chatwin: "En las calles de Herat podías ver hombres con turbantes gigantescos, paseando cogidos de la mano, con rosas en la boca y los fusiles envueltos en tela de saraza floreada".

Los afganos, nos dice Anderson, aman las flores, a pesar de que no tienen agua para regarlas. Si un muyahidín -uno de esos guerreros musulmanes que pelearon contra los soviéticos y los talibán- va a una casa de fotografía para retratarse, tiende a posar con un buqué de flores de plástico, y tras él suele haber un telón de fondo pintado con campos de flores. Cuando en 2001 Anderson fue a Afganistán y vio al mulá Naquib, recuerda sobre todo un jardín de flores en medio de un terral dentro de aquella casa. Su propio guardaespaldas, un hombre rudo, vestido de negro y tostado por el sol, le llamaba para que las admirara y esperaba su grata reacción ante cada una. Le llevaba de flor en flor, entre rosales, narcisos y dalias. Después, Anderson entró en la casa a conversar con el mulá Naquib, y al rato uno de sus secuaces apareció con un cofre de plata atado con una cinta, como esos lazos con que las niñas se sujetan el cabello. En su interior había unos narcisos, esas flores blancas y delicadas que tienen el corazón amarillo.

Desde que este verano conversé de flores y guerreros afganos con John Lee Anderson, mi visión de los vendedores paquistaníes de rosas de Barcelona se transformó, pues ahora asocio a algunos de ellos con los combatientes afganos. Se acercan los vendedores de rosas y a algunos les imagino con fusiles envueltos en telas de saraza y flores de plástico en la boca. Y al tiempo que advierto en el ritmo paquistaní de esos vendedores cierta tensión ligada a la guerra y la belleza, recuerdo aquel proverbio árabe que dice que regando la rosa regamos nosotros también la espina. En el pequeño supermercado paquistaní de abajo se diría que la espina brilla por su ausencia. Y uno acaba por admirar la estabilidad de sus vidas y de su sólido comercio. Me recuerda que en el servicio militar en Melilla fui una bala perdida hasta que fui nombrado regente de un colmado. Tal vez eso explica en parte los tambores de guerra que escucho cuando me ofrecen una rosa al sur de Barcelona. Está ahí concentrado en mí el dilema de siempre: la aburrida estabilidad o la seductora flor del aventurero, del guerrero. Mallarmé o Rimbaud. Estoy hablando del norte y sur de mi vida.

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El nombre de la rosa me trae a la memoria una cita de Romeo y Julieta, de William Shakespeare: "Lo que llamamos rosa, por cualquier otro nombre olería igual". Digamos que eso fue una gran ingenuidad de Julieta, que debería haber sabido que por llamarse ella Capuleto y Romeo ser un Montesco, su amor se convertiría en guerra de familias y tragedia.

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El duque esnob. No son flores precisamente las que ha lanzado el duque a la lengua española, a la que, por lo visto, desprecia. Se ha convertido nada menos que en un imprevisto y sorprendente compañero de viaje de quienes detestan esa lengua. Es el Carod de la Monarquía. En un discreto recuadro titulado En voz baja, del suplemento Mujer Hoy, nos cuentan el siguiente y reciente secreto de palacio: "El duque hablaba en inglés. La embajadora le pidió que le hablara en español, pues quiere practicarlo. El duque, en pleno ataque de indignación, expresó su desacuerdo alabando las excelencias del inglés como idioma internacional y calificando al español como un idioma paleto. La embajadora, sorprendida, comentó más tarde que eran el esnobismo y la altivez del duque lo que le habían parecido una auténtica paletada".

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