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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Sin ningún entusiasmo

SE SORPRENDEN algunos políticos catalanes y no pocos columnistas de la prensa de Barcelona de que la izquierda de Madrid (cariñosa sinécdoque por España) no salga a la calle ni firme manifiestos en defensa del proyecto de Estatuto de Autonomía de Cataluña. ¿Dónde están los otros?, preguntan; ¿dónde se esconden, por qué que no levantan su voz para salir al paso de la ofensiva desatada por la derecha? Curiosamente, y a pesar de lo denostada que ahora está la transición, sobre todo entre nacionalistas, esos políticos y colegas echan de menos aquellos tiempos en que la izquierda se movilizaba y los intelectuales salían a la calle para reivindicar libertad, amnistía y estatuto de autonomía.

La respuesta es muy simple: desde la primera página del preámbulo del proyecto, el atento lector se da de bruces con el rancio discurso de la nación hipostasiada. Cataluña aparece allí construyéndose a sí misma como nación desde el fondo del tiempo, afirmando su "voluntad de ser", definiendo una lengua y cultura, labrando una identidad colectiva, modelando un paisaje, acogiendo otras lenguas. Cataluña habla como un ser que trasciende la historia, que se ofrece abierta siempre a un intercambio generoso, edificando un sistema de derechos y libertades, dotándose de leyes, desarrollando un marco de convivencia solidario.

Tal vez parezca extraño a los cultivadores de tan romántico lenguaje, pero es lo cierto que los españoles hemos escuchado hasta la saciedad, desde nuestra nada tierna infancia, cosas muy parecidas, producto también de la obsesión por la identidad colectiva y la unidad cultural. Idéntico postulado de una nación eterna, idéntica exaltación de la lengua y la cultura, idéntica retórica sobre la justicia social, idéntico paraíso en la tierra mancillado por poderes espurios y extranjeros. Todo esto forma parte de las leyendas sobre el origen de la nación, de cualquier nación, adornada de los más bellos atributos, más allá de la historia: todo eso era el meollo de lo que se llamaba, en tiempos en los que todavía no habían aparecido constructores de nación pero sobraban manipuladores de conciencias, formación del espíritu nacional.

Si donde antes se decía formación del espíritu se dice ahora construcción, todo lo que sigue es lo mismo, y ni una ni otra cosa son patrimonio de la izquierda: más bien, aquella izquierda recusó por reaccionario ese lenguaje. Que ahora se entone de Cataluña un himno a la nación similar al que hace cincuenta años oíamos cantar de España es más de lo que se puede sobrellevar sin caer en una paralizante melancolía, muy próxima al desaliento. España es una nación, se decía. Y claro que lo era: una y grande y libre. ¿Y nos tocará ahora recitar con idéntico afán Cataluña es una nación? Claro que lo es, ¿será también una y grande y libre? Viene, como España, de las profundidades del tiempo, y gozaba, como España, de sus libertades, que mano malvada le arrebató en desigual combate. Hasta las fechas se repiten: 1495, con España en la cima gracias a los Reyes Católicos; 1714, cuando España entraba en decadencia con la llegada de los Borbones.

Los autores de este preámbulo y quienes han aprobado el proyecto de Estatuto podrán pedir a los colegas de Madrid que presten atención a lo que se dice en Barcelona; lo que no pueden pedir es entusiasmo. ¿Por qué, después de leer tal exaltación nacional, tendríamos que salir a la calle, firmar manifiestos? ¿Acaso la truculencia de Aznar, la mendacidad de Acebes y la chabacanería de Pujalte obligan a tomar partido a favor del Estatuto? El viejo argumento según el cual la crítica al amigo hace siempre el juego al enemigo no es más que una gastada forma de chantaje moral e intelectual, que ha acarreado consecuencias devastadoras para la cultura política de la izquierda. Por muy feroz que sea el ataque de esta derecha nuestra, en caída libre hacia la más pura reacción, no hace mejor el lenguaje de ese Estatuto.

Para decirlo brevemente: tal como nos ha llegado, ese texto jamás debió haber sido escrito, menos aún aclamado. La exaltación nacionalista que rezuma por todos sus poros de ningún modo puede entusiasmar a quienes han construido sus identidades personales no ya al margen, sino contra los ídolos nacionales: demasiadas catástrofes se han acumulado bajo el sagrado manto de la nación. Por eso, cuando se vuelve a oír esa copla, si la cantan amigos, se le podrá, y aun deberá, prestar una cortés atención, pero que no pidan que salgamos a la calle a tocar palmas porque, la verdad, de lo que te entran ganas es de quedarte en casa y meterte en la cama a dormir.

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