Arqueología del libro
Hace algunos años, en su abarrotada biblioteca de Milán, Roberto Calasso me mostró un libro pequeño, del tamaño del bolsillo, en una encuadernación suavizada por muchas manos y con un papel apenas amarillento. Se trataba de una edición de los poemas de Catulo, Tibulo y Propercio, impresa por Aldo Manucio en Venecia en 1502, con una tipografía muy negra y precisa, amplios márgenes en los que anteriores lectores habían garabateado sus comentarios, y un diseño elegante y equilibrado. El libro que Calasso me hizo ver aquella tarde me pareció uno de los objetos más hermosos del mundo.
Todo lector sabe que el contenido de un libro no lo es todo: el texto, por supuesto, es esencial, pero el papel, el tamaño, los márgenes, la tipografía, la cubierta, tienen también su fundamental importancia. Aldo Manucio fue quizás el primero que entendió que la invención de Gutenberg no era tan sólo una nueva tecnología, sino también un nuevo arte, y que como todo arte, tenía su estética, su vocabulario, su público especializado e incluso su propia ética. Los libros impresos por Manucio son ejemplares en ambos sentidos de la palabra.
Las librerías son supermercados, las editoriales, fábricas de objetos con fecha límite de venta
De niños intuimos la importancia de ese conjunto de elementos. No todo libro es el mismo libro para un lector que se inicia. Recuerdo, a los seis o siete años, el goce por cierto físico de tener entre mis manos, por ejemplo, los volúmenes de formato horizontal de una colección hoy difunta de cuentos de hadas alemanes, ilustrados con grabados de madera en color, e impresos en bellísimos caracteres góticos sobre papel blanco y opaco. O las exquisitas miniaturas de Beatrix Potter con sus maravillosas acuarelas. O los lujosos tomos de las novelas de Julio Verne que imitaban los originales franceses de Herzel. O las grandes ediciones ilustradas de los cuentos Constancio C. Vigil, publicadas por la editorial Atlántida de Buenos Aires.
Comparado con estas joyas, muchas otras ediciones apenas merecen el nombre de libros. Las novelas de la Colección Robin Hood (estoy hablando de los libros de mi infancia), impresas en un papel arenoso que absorbía de forma irregular la tinta del texto y de las toscas ilustraciones, y cuyo débil lomo se destartalaba a la tercera lectura, afectaban de tal manera mi juicio de la obra, que hay libros que aún hoy desdeño porque los leí por primera vez en esa serie infame. La editorial Tor (que publicó tantos clásicos antiguos y modernos, incluyendo en 1935 la primera edición de La historia universal de la infamia de Borges) usaba un papel leproso, traducciones criminales y correctores (si los había) ciegos o simplemente analfabetos. Para que todos sus libros -bastante económicos de precio- coincidieran con pliegos completos de 32 páginas, este precursor del libro de bolsillo podaba algunos capítulos para adaptarse a la extensión requerida. Otras editoriales, de cuyo nombre no quiero acordarme, con el pretexto de publicar cientos de obras a precios bajísimos, ofrecían simulacros de libros, con textos atiborrados y borrosos bajo cubiertas insípidas o desaliñadas.
Pero quizás tal desaliño no era la peor falta de uno de esos seudolibros. A veces, una edición descuidada se redimía a mis ojos gracias a un prólogo espléndido. Mi abominable ejemplar de El signo de los cuatro, de Arthur Conan Doyle, era casi perdonable por contener un prefacio de Graham Greene en el que señalaba la osadía de Doyle al convertir a su héroe en cocainómano, y su espléndida invención de ciertos nombres como "Pondicherry Lodge". Mi versión castellana de Bartleby de Melville, a pesar de los avaros márgenes y la enclenque encuadernación, habría provocado la envidia de Vila-Matas por ser la traducción de Borges y llevar su entusiasmado prólogo. Mi edición de Floresta de Indias, una antología de textos sobre la Conquista, merecía existir por la introducción, sabia y divertida, del erudito Alberto Salas.
Hay prólogos que dan vida a un libro. Recuerdo las espléndidas introducciones de May Lamberton Becker para los clásicos de la Rainbow Series, que contaban, entre la crítica y el chisme, la historia de la historia que estaba por leer. Recuerdo el complejo e inteligente ensayo de Lezama Lima que precedía una Antología de la poesía cubana, explicando por qué el barroco es el género latinoamericano por excelencia -un texto tanto más regocijante que los poemas que le seguían-. Recuerdo haber descubierto, deslumbrado, La Celestina, después de leer una introducción mordaz y lúcida de Adolfo Bioy Casares, en una pobre edición de la casa Estrada. Tengo amigos que han descubierto a Flaubert gracias a un prólogo de Mario Vargas Llosa, a Bulgakov gracias a uno de Sergio Pitol, a Voltaire gracias a otro de José Bianco. No todo libro, por supuesto, requiere un prólogo, pero hay libros que sin él se parecen a una gran casa iluminada en la que hay música y voces, y a la cual no nos atrevemos a entrar porque no hemos sido invitados. Todo lector es, bajo ciertas circunstancias, un tímido.
Nuestra edad es de oro sólo en el sentido comercial: nuestras actividades se valoran solamente según su rendimiento económico. Nuestras librerías son supermercados, nuestras editoriales, fábricas que producen objetos con fecha límite de venta. Un verdadero librero hoy es un prodigio, un verdadero editor, un milagrero, ambos pertenecen a especies en peligro que nadie se empeña en proteger. A medida que la mundialización avanza, se crean menos libros y se producen más objetos que imitan al libro, y para quienes fabrican estos "productos de venta" poco importan las consideraciones estéticas, éticas o intelectuales. Adivino un futuro en el que un nuevo Calasso tomará de su biblioteca (que ahora es un museo) un volumen de fines del siglo veinte -aún honrosamente encuadernado, impreso prolijamente en buen papel con buena tinta, con márgenes espaciosos y un admirable prólogo- y mostrándoselo a un amigo, le dirá, nostalgioso: "Esto era un libro".
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