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Crónica:BARCELONA MUSEO SECRETO
Crónica
Texto informativo con interpretación

La edad de oro de las porterías

Como los aeropuertos, las porterías de los edificios son lo que algunos antropólogos y urbanistas llaman "no lugar", o sea un espacio sin carácter donde la vida humana no deja impregnaciones, concebido solamente para el tránsito: se circula de la puerta de la calle al ascensor o la escalera, y del ascensor a la puerta de la calle. Las porterías de los edificios nuevos se distinguen por su austeridad desafecta y no pocas veces presentan una planta contrahecha, con recodos, estrecheces y escalones que no vienen a cuento, y es que el arquitecto planeó el máximo aprovechamiento del espacio para los pisos y la caja de la escalera, y por último dejó para la portería los residuos, unos palmos por aquí, medio metro cuadrado por allá. De cualquier lienzo de pared cuelgan los buzones con un papel anunciando las rebajas de un supermercado asomando de la boca. ¡Qué época tan triste!

No siempre fue así. Cualquier paseante del barrio del Eixample se habrá admirado alguna vez al pasar ante una suntuosa portería de la época modernista, que a veces, sobre todo cuando ya ha oscurecido, parece reproducir en sus apliques, esgrafiados y molduras envueltos en una luz mortecina la espaciosa entrada a un reino subacuático ignorado, un reino verdoso y florido que le despierta una confortable nostalgia. A los malhechores les despierta la codicia, y periódicamente las saquean.

Unos años más tarde se estilaron los ámbitos vagamente neoclasicistas, pródigos en columnas, en paredes con salientes y frontones, en hornacinas iluminadas, provistas de estatuas de yeso vestidas con túnica romana, pródigas, en fin, en largas y ya raídas alfombras... Tienen su empaque y su gracia; desde luego, no seré yo quien lo discuta.

Pero sin lugar a dudas la edad de oro de las porterías son los años sesenta y setenta. En esas décadas, un malentendido o un cambio en las costumbres hizo considerar a los arquitectos que tenían la obligación de ocuparse de ellas con el máximo esmero, aplicar a su diseño y decoración todas las potencias de su creatividad, y convertirlas en una pieza confortable y sugestiva que pregonase la calidad de la obra en conjunto y de la calidad de vida de los inquilinos. Las concibieron como un vestíbulo o una antesala comunal, como si los vecinos y sus proveedores y visitas fueran a sentarse allí y departir cortésmente sobre sus asuntos, incluso fumando un puro. Se decoraron las paredes con grabados, se puso un arbusto en un tiesto de metal y una lámpara de pie junto a un tresillo; en las casas burguesas el tresillo era de cuero, en las otras de skai. Sólo faltó el mueble bar. Claro que en esos sillones no se ha sentado nunca nadie. Son falsos salones, con muebles de verdad. En algunos casos se cedió a una creatividad caprichosa y para nada utilitaria. Esta revolución coincidió con la aparición de nuevos materiales y las porterías pasaron a ser la salita más vistosa de la casa, y a menudo la más fantasiosa. Muchas veces parecen asombrosas instalaciones artísticas.

Un paseo por la Via Augusta, en el trecho que va de la plaza de Molina al Instituto de Estudios Norteamericanos, no es en absoluto un paseo trivial si uno se fija en ellas. Empezando por el lado mar, ya la portería del número 109 bis es soberbia. Frente a la puerta de cristal hay un muro de mármol negro, del que cuelga una cabeza de caballo, una cabeza de caballo tamaño natural, que es reproducción de la famosa cabeza de caballo de Fidias que se exhibe en el British Museum junto con el resto de expolios del Panteón. El suelo de baldosas también negras, tan brillante que parece lacado, y lo reducido del espacio de la portería contribuyen a realzar la presencia fantasmal del caballo, que parece flotar suspendido en el negro, como si hubiera brotado de él, con los belfos tremolantes. Una composición espléndida, aunque es de imaginar que algún vecino a fuerza de verla le habrá cogido manía: porque es tan conspicua, porque no hay forma de ignorarla.

La del número 139, forrada de arriba abajo en una elegante lámina de madera, confirma esa tendencia al espacio de exhibición artística de la que hablábamos más arriba: la pared de la izquierda está ocupada por un alargado panel de pintura, de una gama de colores ocres y terrosos, y frente a él, en el suelo, un murete, de 60 centímetros de altura y tan largo como la pintura, tiene la única función de ocultar a la vista las lámparas que proyectan sobre ella su luz. Es obvio que la portería ha sido pensada para colgar ese mural e invitar a quienes circulen por ahí a que lo admiren.

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La del número 159 no es menos asombrosa. Parece un puticlub diseñado para una escena de Twin peaks que David Lynch suprimió en el montaje porque le parecía de una perversión demasiado aguda. Una mesa baja, rectangular, y dos butacas de cuero están rodeadas de espejos por todas partes, de metales cromados, de brillos y reflejos... La del número 187 es un ejemplo excelente de otra tendencia que fue muy cultivada: la selva tropical domesticada y ajardinada, pero nunca pisada por los inquilinos, o sea, mera decoración al fondo de una portería espaciosa. Ésta del 187 recuerda el jardín de En memoria de Paulina, un relato tan galante como terrorífico, donde una noche regresa del mundo de los muertos el fantasma de Montero, gracias al poder de sus propios celos, para espiar a Bioy Casares, que sale de visitar a su viuda.

La del número 195 es todavía más hermosa, con su pared de mármol verde jade, obviamente inspirada en la de Mies en el pabellón de la exposición universal, entre una pared de ladrillo visto y otra forrada de madera. Pero necesitaría páginas para describir los detalles de esa portería admirable, su atmósfera cálida, su lámpara setentera de cristales en forma de plumas de ave organizadas en estalactita; el falso tragaluz iluminado; la jardinera y la columna de metal a juego con ella. Y fuera, las jardineras con rocalla y cintias y sansevieras, plantas que se estilaban mucho por aquel entonces...

No me da tiempo ni espacio para glosarla como se merece, ni mucho menos para cruzar la Via Augusta y seguir por la otra acera, cuajada de tesoros. Sólo me alcanza para celebrar este patrimonio raro, collar de joyas artificiales al que, por otra parte, es del todo imposible sacar otro partido que el del disfrute personal al albur de una mirada perdida cuando se pasa por delante, camino a ocupaciones más apremiantes.

museosecreto@hotmail.com

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