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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Tiempos mozos

Coincidiendo con el despliegue de los Mossos d'Esquadra en Barcelona, se ha iniciado una curiosa campaña publicitaria. Financiada con nuestros sufridos impuestos, el autobombo institucional aspira a convencernos de que no existen mejores defensores del orden que estos jóvenes y uniformados ángeles de la guarda con pistola y denominación de origen indígena. Uno de los anuncios publicado en la prensa por la Generalitat incluso potencia su atractivo físico. Descripción de la estampa: de noche, y en una calle peatonal (sin vómitos, ni pordioseros, ni obras, ni meadas), un apuesto y sonriente mosso de entrecejo depilado se cruza con dos preciosas chicas que se dan la vuelta para mirarlo con esa admiración hormonal propia de los mamíferos. La sonrisa de las chicas parece querer decirnos: "Qué seguras nos sentimos sabiendo que un chico tan serio y sexy vela por nuestra seguridad". En este caso, la catalanidad es sinónimo de proximidad, una virtud que obligará al cuerpo de los Mossos d'Esquadra a ganarse en Barcelona la credibilidad que no siempre se ha ganado en otras zonas del país. La autocomplacencia publicitaria parece no tener en cuenta que los Mossos d'Esquadra llevan años trabajando e intenta mejorar la pésima imagen que dio del cuerpo el perverso e inestable personaje de El cor de la ciutat, conocido en el submundo del hampa como Ramon de les olives.

A juzgar por la publicidad, parece imposible que exista un 'mosso' malo, ni siquiera uno capaz de fingir ser malo por exigencias del guión

El primer día del despliegue, la consejera Montserrat Tura recomendó a la tropa que mirara a los ojos de la gente. Ahora falta saber si la gente querrá dejarse mirar. Lo digo porque durante años el consejo era justo el contrario: nunca mires a los ojos de un policía, por si acaso. "Ni de un policía ni un mangui", añadía esta ley no escrita. Con toda la razón del mundo, se suele repetir que conviene superar los recelos antipoliciales y que no es lo mismo la fuerza pública de un país totalitario que la de una democracia. Desde 1977, esta superación ha ido ganando terreno, con algunas espeluznantes excepciones que daban la razón a la definición que Flaubert incluye en su Diccionario de lugares comunes: "Policía: siempre comete errores". El subconsciente, sin embargo, tiene ritmos más lentos que los de la razón. Y aunque estés convencido de que mantener el orden es indispensable, no puedes dejar de escuchar el eco de la policía represora, de España o de cualquier otro país, sobre todo cuando has conocido a personas que fueron salvajemente torturadas. Tampoco puedes olvidar los abusos que, amparándose en el uniforme, se cometen en democracias civilizadas como Francia, Reino Unido y EE UU. Es cierto que a veces el orden y la seguridad tienen una mala prensa injustificada, azuzada por la proverbial tendencia a exagerar los niveles de progresismo. Y que, en según qué momentos de nuestra historia reciente, se ha dado más credibilidad a un manifestante antiglobalización ladrón de jamones que a un policía. Lo decía Jean-François Kahn: "El héroe de hoy es el que es capaz de darle la razón a la policía". No obstante, queda mucha gente con el corazón dividido. Por un lado, desean que exista orden y seguridad y, por otro, sienten una legítima aversión a uniformes, marcialidades, porras, pistolas y gases antidisturbios. Por eso sorprende que, de repente, los mismos que recelaban de la policía se entusiasmen con los Mossos, un fenómeno que induce a pensar que el problema no era que fueran policías sino españoles.

Llevo décadas practicando la táctica de no mirar a los ojos ni de los posibles manguis ni de los evidentes policías. Hace unos meses, sin embargo, ocurrió algo que me obligará a cambiar. Me encontré con un antiguo compañero de instituto que, tras los saludos de rigor, me contó que era un alto mando de los Mossos en Barcelona. Llevaba siglos sin verlo y le recordaba como un tipo estupendo, más adulto que nosotros, fumador empedernido. En estos días le veo hablar en todos los medios de comunicación, con su impecable uniforme, y me cuesta relacionarlo con la denominación de cuerpo represivo que se utilizaba en las asambleas estudiantiles del instituto en el que coincidimos. En sus palabras no hay ni patriotismo histriónico ni esa estrategia emocional que tanto gusta a los responsables políticos. Nada de esa retórica que mezcla elementos de autoayuda y motivación de liderazgo empapada de un buenismo institucional que recuerda los cuatro acuerdos de la sabiduría tolteca: a) Sé impecable con tus palabras; b) No te tomes nada personalmente; c) No hagas suposiciones, y d) Haz siempre lo máximo que puedas.

Hace unos años, otro amigo de escuela también me dijo que era mosso y pensé que sería una excepción. Ahora sospecho que la cosa se expande y que, en mi caso, envejecer equivale a tener más amigos policías que delincuentes (una proporción inversa a la que se daba en mis tiempos mozos). Aceptando que hemos superado muchos de los traumas de la época totalitaria, me queda una duda. ¿Los Mossos d'Esquadra mantendrán la ancestral y eficaz dualidad policía malo-policía bueno? A juzgar por la publicidad, parece imposible que exista un mosso malo, ni siquiera un mosso capaz de fingir ser malo por exigencias del guión.

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