Visibilidad
Visibilidad. Ese era -y sigue siendo- uno de los valores que Italo Calvino incluyó en su célebre lista de propuestas para el próximo milenio, es decir, para el milenio en curso. Los otros (las otras cuatro propuestas del autor italiano) eran la levedad, la rapidez, la exactitud y la multiplicidad. Sostenía Calvino que la visibilidad era uno de los valores básicos que debían salvarse de cara al futuro, y advertía del peligro que podía suponer la pérdida de la capacidad humana de enfocar las cuestiones vitales, los problemas reales, mediante la visión de imágenes que nos hagan pensar, reflexionar, actuar en lo concreto. Los problemas, las cosas, las personas, por tanto, debían ser visibles.
Este martes pensaba dedicárselo a Italo Calvino porque hace veinte años, en septiembre de 1985, el escritor al que debemos parte de lo mejor de nuestra vida de lectores y, sin ninguna duda, algunos de los textos narrativos y ensayísticos más inteligentes, divertidos y originales del pasado siglo, fallecía en su casa de Siena mientras preparaba, precisamente, las conferencias que darían lugar a aquellas Seis propuestas para el próximo milenio que serían finalmente cinco y entre las cuales se encontraba la visibilidad que alumbra esta columna.
Pero, mientras leía a Calvino, el horror y la desolación se hacían visibles en Nueva Orleans. El huracán Katrina frustraba nuestros planes de irnos por las ramas con Cósimo Piovasco, aquel inolvidable Barón rampante que decidió no bajar de los árboles, y nos forzaba a descender a tierra o, mejor dicho, al légamo inundado que a estas horas sigue siendo la ciudad de los viejos vapores de rueda, los casinos y el jazz.
De pronto lo invisible se ha tornado visible. De pronto sale a flote, junto a los cocodrilos y los muertos de los que hablaba el sábado Leonardo Padura en un soberbio artículo publicado en este mismo diario, el lado oculto del sueño americano. Estábamos habituados a las grandes catástrofes naturales en los países pobres de América del Sur, Africa o Asia, las estúpidamente llamadas crisis humanitarias. Lo que no presumíamos es que el país más poderoso de la tierra, de un día para otro, se levantase en medio del desastre y pidiendo socorro económico a la Unión Europea. La visibilidad de la miseria oculta ha sido un espectáculo que tardaremos tiempo en olvidar. Hemos visto la imagen de la devastación, miles de desgraciados hacinándose en el Superdome, sin comida ni agua, esperando una ayuda que no llega y unos autobuses que nadie sabe si realmente existen. Soldados de la Guardia Nacional con el polvo de Irak aún en las botas empuñando sus M-16, a punto de llegar o a punto de irse. Gente desesperada buscando a sus familiares, niños y ancianos heridos o muertos. Y sobre todo negros. Negros en los terrados, navegando en canapés flotantes, arrastrando carricoches increíbles, atracando hipermercados, disparando a helicópteros de ayuda, maldiciendo, rezando, muriendo. Eso es lo que hemos visto, entre otras imágenes de la iconografía dantesca, desde que el huracán Katrina llegó a Nueva Orleans, una ciudad donde la cuarta parte de sus habitantes vive (lo hemos sabido ahora, leyendo los periódicos y viendo la televisión) por debajo del umbral de la pobreza.
La mayoría de los pobres de Nueva Orleans son negros. Lo hemos podido ver. Han alcanzado la visibilidad. Como escribía un sociólogo de la Universidad de Massachusetts: "Es peligroso ser pobre, es peligroso ser negro". Es peligroso que te sorprenda un día de huracán en un barrio de negros sin recursos. El cuarto mundo ha conseguido la visibilidad que se le niega. ¿Quién escapó y quién quedó atrapado en la ciudad por falta de los mínimos recursos? La relación entre clase y color sigue siendo una herida en Norteamérica. La endeblez del Estado también se ha hecho visible. En el país del dinero no hay dinero para las obras públicas. El año pasado fueron solicitados 100 millones de euros para invertir en infraestructuras de protección contra inundaciones en Nueva Orleans. La Casa Blanca redujo la partida a unos insuficientes 35 millones. Entretanto, las industrias del carbón y el petróleo invierten millones de dólares en reducir la visibilidad científica del cambio climático, sembrando dudas sobre su relación con las catástrofes naturales. Pero la visibilidad de Katrina es algo inocultable. Debería servirnos para algo. ¿Para abrirnos los ojos?
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