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Columna
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Ciudades

Algún día, algún psicólogo audaz tal vez etiquete con el título de síndrome de Quijote esa desafortunada tendencia que padecen ciertas mentes a calcar la vida sobre la literatura, sirviéndose de los libros para trazar el dibujo de sus decisiones como si fueran hojas de carbón. Se trata de una dolencia que padece más gente de la que nos pensamos. Entre los estadounidenses es muy común el turismo de best seller, alimentado por un deseo fatalista de conocer en tres dimensiones aquellos enclaves o panoramas que la página restringe necesariamente a las dos dimensiones del papel. Esta procesión por las ciudades con pantalón corto y gafas oscuras, sirviéndose de algún capítulo como guía para localizar cierto restaurante o un rincón exótico, consiste en la reducción al absurdo de un ceremonial que hemos practicado todos los feligreses de la literatura: de algún modo, al descender en calles extranjeras, todos hemos tendido a cotejar la simetría de las fachadas y el colorido de los tranvías con las descripciones que ocupan los párrafos de nuestros autores favoritos, y hemos perseguido la sombra de Joyce por las arcadas de Dublín y registrado las huellas de los héroes de Dos Passos en los laberintos de Manhattan. El turismo de best seller, sin embargo, no parte de la devoción, sino del recelo; el lector no busca con su visita acrecentar su admiración por la obra, sino cerciorarse empíricamente de que todo lo que promete existe en su sitio, de que la obra es veraz y científica. Si los quioscos, las tabernas y las esquinas que describe son inventadas, el libro se convierte en un traidor: porque mentir es una prueba de mala educación además de pecado, como decía mamá, y siempre es más respetuoso atenerse a los hechos en lo posible. Estos turistas no comprenden que la ciudad sobre la que han leído no existe, no podrá jamás existir, y que la distancia que media entre las aceras que pisan y aquellas otras que atravesaban los renglones de la página equivale a la que separa a dos lenguas extrañas, sin troncos ni macetas comunes, una distancia en la que a menudo no cabe espacio para la traducción.

Dentro de pocos días desembarcará en las librerías la edición española de Fortaleza digital, la primera novela de Dan Brown, ambientada en una Sevilla que ya está empezando a plantar ampollas entre los lectores más incautos. Al parecer la acción transcurre en una ciudad decadente y mal cuidada, con hospitales donde los pacientes se resignan a desangrarse ante la falta de cuidados y cabinas que no permiten la comunicación internacional a partir de ciertas horas de la noche. Todos sabemos que Sevilla es algo más compleja y tal vez menos tremenda que esta ristra de tópicos africanos; y sin embargo no deberíamos alzar la voz, acusar al autor de ciego, tachar susceptiblemente sus desvaríos. La Sevilla de Dan Brown es una invención privada, como lo fue en su día la de Merimée, como esa otra sede misteriosa por donde vaga en fantasma de Don Juan, como el mercadillo folclórico en que transcurren las intrigas de Robert Wilson. El error radica en confundir el hormigón y los semáforos con la imaginación del escritor: una imaginación que puede estar descarriada y necesitar muletas, pero que siempre cuenta con legítimo derecho para caminar como le parezca. Aunque tropiece, sí.

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