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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Alguna cosa sigue su camino

Marcos Ordóñez

Uno. Fin de partida, en el Grec. Última función del festival. Dirigida por Rosa Novell, que fue y será, siempre (o casi) la Winnie de Días felices, es decir, Molly Bloom bajo la arena (o casi). Un mano a mano de lujo: Hamm es Jordi Bosch, Clov es Jordi Boixaderas. Y un codo con codo (o muñón con muñón) muy bien elegido: Xavier Capdet y Pilar Rebollar. O sea, el simio parlante que informó a la Academia y la Menina de La princesa Rosalinda, Nagg y Nell mutilados y enterrados (o casi) en sus cubos de basura. Boixaderas, por cierto, se ha currado esta función para hacerla tan sólo tres días. Empezó a ensayarla Fermí Fernández, se hernió (literalmente), y Boixaderas dijo: "Nunca he hecho un Beckett. Lo hago, aunque sea por tres días". Los grandes actores son así: pudiendo irse a la playa tan ricamente, deciden pasar las vacaciones aprisionados en una partitura de giros, paradas, vueltas, cortes abruptos, movimientos circulares, encadenados. Por nada (o casi), por Hécuba. En otoño, en la Muntaner, retomará el papel Fermí Fernández. Y Bosch, por supuesto. Otro grande: podía haber hecho su Hamm en un teatrazo, con todos los laureles, y acepta jugar en una sala alternativa, la misma en la que nos guió por el cielo de Mendoza (Greus questions) la temporada anterior, también a las órdenes de Rosa Novell. Del cielo al infierno en un salto, porque esta función tiene todos los diablos en el cuerpo. Beckett escribió Godot en un mes, pero tardó dos años, del 1954 a 1956, en componer Fin de partida: por algo sería. El estoicismo reconcentrado de la segunda brota, como una flecha de agua hacia lo hondo, de la primera. De este Pozzo: "¿Cuándo acabaréis de envenenarme con todas vuestras historias sobre el tiempo? Es insensato... Cuándo, cuándo

... Un día. ¿No tenéis bastante con eso? Un día como cualquier otro se quedó mudo, un día yo me quedé ciego, un día nos quedaremos sordos, un día nacimos, un día moriremos, el mismo día, el mismo instante... ¿No os basta con eso? Las mujeres dan a luz a caballo de una tumba, el día resplandece un instante, y enseguida vuelve la noche". Para mi gusto, Fin de partida es su Largo viaje del día hacia la noche en versión hiperminimalista. Siempre suele recordarse como un dúo, un ping-pong de amo y criado, pero es una crónica familiar, como la de O'Neill, con sus secretos, sus culpas, sus anhelos rotos, sus testarazos, y su (casi) heroica voluntad de seguir adelante sin apenas moverse, perdidos en la niebla. Casi una tragicomedia de tresillo. Sin tresillo, porque se lo han comido. O se lo ha comido la carcoma. Hay que inventarse el tresillo y todo lo demás. Y, ya puestos, la carcoma, porque es lo único que parece moverse. En la nada más absoluta siempre queda algo, "algo que sigue abriéndose camino", llámese carcoma, palabra, narración. Y los vínculos perversos del "ni contigo ni sin ti": vínculos familiares, por supuesto.

Dos. La versión catalana del montaje de la Novell lleva la firma de Joan Cavallé. Es la misma que estrenó La Gàbia de Vic en enero de 1990, dirigida por Jordi Mesalles. Era aquélla una versión canónica, es decir, claustrofóbica, con paredes ciegas y techo cada vez más bajo. Con más peligro y más tensiones, en mi recuerdo. El espectáculo del Grec juega, según la Novell, con "paredes mentales". Y escenografía, mínima, de cartoon. La interpretación va a juego: Bosch y Boixaderas recuerdan a Spike Milligan y Peter Sellers en aquella locura posnuclear de Lester, The Bed Sitting Room. Y también a Donald y Goofy en la isla de Nunca Jamás. Bosch es un pato Donald mutante, entre Capri y Louis de Funes, enrabietado y soñador, es decir, digno hijo de sus padres, Xavier Capdet y Pilar Rebollar. Muy buen casting, insisto, porque Capdet tiene una ferocidad muy catalana, muy brossiana, y Pilar Rebollar tiene, sigue teniendo, una delicadeza prodigiosa. ¡Ah, ese modo de reírse girando la cara, tapándose la boca con la manita, casi a cámara lenta, como una muñeca mecánica! ¿Cuál es el problema de Bosch? Curiosamente, su mejor cualidad: su simpatía. No digo que Hamm tenga que ser un ogro. Hay, ya digo, un estoicismo casi majestuoso en el personaje, pero también descargas eléctricas, abruptas líneas de fuga, y yo no acabo de ver el negro hormigueo del texto en las manos de Bosch, la gota de agua (o la carcoma) royéndole el cerebelo. Bosch es condenadamente encantador, incluso cuando interpreta a un perverso, como el Walter Burns de Primera plana o el comendador de Fuenteovejuna. Uno le ve y le oye y piensa: "Venga, venga, no será tan malo como parece". Y aquí piensas: "Pues no parece que Hamm esté tan jodido, la verdad". Novell y su cuarteto evitan la losa de los montajes de Beckett en los años setenta, el auto sacramental a lo Ghelderode, el lento oropel del estercolero, pero hay en el espectáculo una voluntad un poco excesiva de empujarlo todo hacia la comedia, hacia la slapstick tragedy. Un slapstick gestual, en el que el Goofy de Boixaderas se mueve (y se luce: pedazo de técnica y de talento) como el Pupilo patentado, allá en el pleistoceno, por José Luis Gómez, y, sobre todo, un slapstick verbal desde el primer intercambio de réplicas. El público que no conoce la función (ni tiene por qué) acude al teatro, no nos engañemos, por su cartel. Bosch-Boixaderas (y viceversa), es decir, esta noche nos vamos a mondar de risa. Y la risa brota con tanta fuerza desde el principio, augurando un enfrentamiento cómico (sí, de Donald contra Goofy) que cuando la partida entra en tablas (los dos reyes solos, frente a frente, en mitad del tablero) se corre el grave peligro de que el aburrimiento extienda su pegajoso manto, etcétera. Ése es el riesgo de arrancar con la directa: hace falta un portentoso juego de muñeca para cambiar de marcha cada vez que el texto lo exige. Juego de muñeca o de mano, mano de lija, que todavía le falta al montaje de la Novell para completar la panoplia, para hacer brotar los nudos de la madera. Nudos de peligro, de angustia, de alucinada reiteración, palpitando en el corazón desesperadamente vitalista de don Samuel, aquel irrepetible pajarraco irlandés con alas de albatros y pico de quebrantahuesos.

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