La religión manda
El jueves, 28 de abril, me sorprendieron unas declaraciones del concejal del PP de mi localidad, Ricardo Rojas. Afirmaba, sin asomo de pudor ni duda, que el mandato religioso está por encima de la ley. Entiendo que su sentencia no ha de variar por el nimio detalle de que la ley nazca con el respaldo de la mayoría parlamentaria, tras el exigible y exigido debate en Cortes y en un proceso transparente al que aún no se han presentado recursos por infracción legal. Esta concepción, según la cual la normas democráticas cuentan con entidad menor que las emanadas de la voluntad divina, ya es antigua, tanto como la corriente político-religiosa medieval que se ha dado llamar agustinismo político. A finales del siglo XI (¡!), el papa Gregorio VII, en el afán de mantener el poder vaticano por encima de cualquier poder civil, afirmaba, en su Dictatus papae: "Que nadie debe reprobar la sentencia del papa, y que sólo él puede reprobar las de todos. (...) Que puede desligar a los súbditos del juramento de fidelidad prestado a los inicuos".
Tanto aquella doctrina medieval como esta que defiende Rojas, tienen como base las acusaciones de relativismo injusto a las que nos ha acostumbrado en los últimos tiempos la Santa Sede. Niego la mayor: la acusación de relativismo al sistema democrático, y la menor, las palabras del edil cordobés.
El supuesto valor moral absoluto y sacrosanto que dice defender la iglesia católica no cuenta con más respaldo que la mera afirmación de parte de que es un valor absoluto y sacrosanto. Cuando la iglesia va más allá, alude a argumentos de tan poco recibo como la inspiración divina, los textos sagrados o la infalibilidad del sumo pontífice. Por el contrario, los valores democráticos, lejos de ser relativos, tienen el soporte en la Declaración de los Derechos Humanos, que es universal porque es objetiva, que es objetiva por ser racional y que recoge nuestro marco jurídico. Me aterra y me abochorna oír a un cargo público afirmar que su gestión política tiene por norte los oscuros designios de la divinidad, situados por encima de los valores objetivos ilustrados que son suelo de la democracia. Con tal perspectiva, siempre se nos tildará de inocuos, como hacía Gregorio VII incitando a la desobediencia civil, al tiempo que entenderemos que nos hablan bocas antidemocráticas.
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