_
_
_
_
_
DON DE GENTES
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Virgen y mártir

Elvira Lindo

AYER CAÍ EN LA CUENTA. Fue en el metro. Fue una especie de revelación. De pronto lo vi claro. Fue una visión que yo (concretamente) considero comparable a la que tuvieron en su día los tres pastorcillos portugueses cuando se les apareció la Virgen de Fátima, historia con la que el plasta de Mel Gibson va a hacer una película, no sé si de terror, porque a mí (concretamente) los niños a los que se les aparecen Vírgenes me dan mucho susto porque creo que lo que les pasa normalmente es que están endemoniados y entonces tienen visiones. Cuando yo era pequeña y creyente y vivía en un pantano (fuera del pantano, se entiende), siempre le pedía a Dios que, por favor, no se me apareciera la Virgen, porque creo que es un coñazo vivir toda tu vida luego con ese handicap. De alguna forma, vas a ser toda tu vida ese niño al que se le apareció la Virgen, y ya puedes convertirte en un gran artista, filósofo, inventar la vacuna contra la malaria o ser miembro del Tripartito, que es una actividad que pita bastante, que en todas las entrevistas los periodistas te harán siempre la misma pregunta: "¿A usted le marcó mucho el hecho de que se le apareciera la Virgen en su ya lejana infancia?", porque ya se sabe que la mayoría de los periodistas hacen las entrevistas leyéndose las entrevistas que otros te hicieron antes, con lo cual te puedes pasar años repitiendo lo mismo. Para colmo, cuando el lector lea la entrevista, dicho lector pensará: "Mira este gilipollas, ya está otra vez hablando de cuando se le apareció la Virgen, anda que no lleva años viviendo el imbécil éste del cuento". El lector no piensa nunca que el gilipollas es el periodista, el lector carga las culpas sobre el entrevistado. Por eso disfruto siendo periodista de vez en cuando. Para que los gilipollas sean otros, no yo. Perdónenme esta cruel lección periodística, era un simple desahogo al que también tengo derecho, qué caramba. La cosa es que yo hablaba de que tuve una revelación, y digo que fue en el Metro de Niu Yol, en hora punta. Pasó un tren, no pude cogerlo porque físicamente no se cabía y algunas personas nos quedamos fuera. Vino el siguiente, conseguí meterme, empujando a los de delante sin contemplaciones. Íbamos tan apretados que yo iba comiéndome el pelo de un negro de mediana edad. Me sentía como cuando era pequeña y metía la cara entera en una de esas nubes de algodón dulce que venden en las ferias, sólo que el pelo del negro era infinitamente más espeso y yo mantenía la boca cerrada a cal y canto, ¡no por racismo!, sino porque si un día yo (concretamente), un suponer, vuelvo a casa haciendo ese gesto tan significativo de quitarte pelillos rizados de la boca mi santo no se tragaría el cuento de que vengo del metro. No cuela. Aparte de mi negro, había a mi lado una de esas americanas histéricas que no las puedes ni rozar porque saltan. Me miró varias veces con ojos asesinos porque yo tenía mi mano en su trasero. No había intenciones sexuales en mi gesto, sencillamente es que no podía subir el brazo para arriba por falta de espacio. Así se lo iba a decir a la tía cuando dijeron por los altavoces que por fallos en el suministro eléctrico el metro no funcionaba. Salimos del metro. Yo (concretamente) quitándome pelillos de la boca. Un hombre me guiñó un ojo. En la calle, las colas para el autobús llenaban la Tercera Avenida. Eché a andar. No había taxis, no había nada, sólo mis pies y mi mente maldiciendo esta sociedad capitalista que no gasta un duro en transportes públicos, que no gasta un duro en aceras, que no gasta un puto duro en servicios públicos. Me sentí tan roja, tan internacionalmente roja, que si en ese momento me pasan ese manifiesto de apoyo a Castro que ha firmado gente que desde hace años sólo pisa moqueta, igual lo firmo, fíjate. Menos mal que en ese momento pasó un taxi libre, y cuando me senté pensé en la frase maravillosa de Saul Bellow: "El radicalismo es el último refugio de los privilegiados". Entonces apunté en mi cuaderno esa revelación que me había venido en el metro y que allí no había podido apuntar dado que tenía la mano en el culo de aquella señorita histérica y la cara inmersa en una madeja afro. Mi revelación me desveló por qué hay neoyorquinos que no se identifican con las películas actuales de Woody Allen y por qué no acaban de entender que nosotros lo veamos como a una especie de progre de manual. La paradoja es que los europeos pensamos que los neoyorquinos no caen rendidos ante Allen porque Woody es mucho más progresista que ellos. Pero en mi revelación vi lo contrario: lo que ocurre es que los personajes de Woody Allen viven en un mundo inventado, son profesores que no viven como viven aquí los profesores, guionistas que no viven como guionistas. Todos tienen apartamentos maravillosos, todos cenan en restaurantes estupendos. El único stress que padecen es el stress del amor, nunca de la desesperación a la que te puede llevar esta ciudad a veces, en la que casi todo el mundo ahora mismo anda pelao, sin un duro, empeñando todo para pagarse el seguro médico. Si hasta yo, que en Madrid era la princesa del taxi, la señorita del pan pringao, la Maritacones, aquí paso más tiempo bajo tierra que sobre ella. Quién me ha visto y quién me ve. Y mi santo, con su media sonrisa, me dice: "Eso te rejuvenece". No sé por qué a veces tengo la sensación de que disfruta viendo cómo he caído en la escala social. Pequeñas venganzas matrimoniales. Yo, que era una pija. Mírame, tía, he vuelto a mis orígenes.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_