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Columna
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La cara del demonio

Rafael Argullol

A las dos otras tradiciones procedentes de la Biblia, el judaísmo y el islamismo, les resulta incomprensible la propensión cristiana a representar tanto al demonio como a Dios. Prefieren los signos y las palabras. Los educados en la tradición cristiana, por el contrario, estamos acostumbrados a enfrentarnos a imágenes diabólicas y divinas. Al demonio le hemos dado todo tipo de rostros, siniestros la mayoría.

En cuanto a Dios, al creer los cristianos en su encarnación en Cristo, hemos desarrollado un arte en el que no se han escamoteado las supuestas facciones divinas. La pintura europea ha representado mil rostros de Cristo pero, incluso, en muchos momentos no ha tenido el menor inconveniente en inclinarse por algo tan blasfemo para judíos y musulmanes como poner cara al Padre celestial. En el último siglo el cine occidental tampoco ha tenido el menor problema en continuar la pauta marcada, anteriormente, por la pintura. Por lo general, la cultura de Occidente ha tenido pocos tabúes a la hora de apelar a dichas representaciones aunque cíclicamente haya recurrido a depuraciones iconoclastas contra los excesos. Si no se ha evitado la osadía de ponerle rostro a Dios, mucho menos ha sucedido con el diablo, cuya cara y expresión han variado según los candidatos recordados en cada momento histórico. De acuerdo con estas identificaciones, el demonio ha tenido cara de Atila, de Tamerlán e incluso de Napoleón.

Han tenido que pasar 60 años desde la muerte de Hitler para que un actor alemán, el excelente Bruno Ganz, se prestara a ceder su cara al gran demonio

Sin embargo, algo muy peculiar ha ocurrido con el último y más monstruoso de nuestros candidatos a demonio: ha sido muy difícil ponerle cara a Hitler. No, naturalmente, a Hitler como personaje histórico, repetido hasta el infinito en las fotografías y los documentales de su época, sino a Hitler, ya sin máscara, como ser humano.

Incluso esta última afirmación sigue resultando para muchos repulsiva: ¿Hitler, el demonio por excelencia del siglo XX, un ser humano? Imposible. Esta hipotética imposibilidad explica la extrema dificultad de su representación. Por supuesto, el problema disminuye si se recurre a la monstruosidad delirante, como se ha hecho a menudo, o a la caricatura burlesca al estilo de Charles Chaplin en El gran dictador o de Ernst Lubitsch en To be or not to be. El reto real no es la inhumanidad, sino la humanidad de Hitler.

Y éste es el reto que en buena medida ha intentado afrontar Olivier Hirschbiegel en su película El hundimiento. Han tenido que pasar 60 años desde la muerte de Hitler para que un actor alemán, el excelente Bruno Ganz, se prestara a ceder su cara al gran demonio. Con una osadía sin precedentes: buscar al hombre que ocultaba ese demonio. Hirschbiegel ha explicado claramente este objetivo cuando ha manifestado que quería reflejar a Hitler como "una persona más y mostrar ante todas las víctimas que no es un monstruo, que no es un loco".

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La crítica se ha dividido ante esta tentativa puesto que muchos consideran inoportuno, o sencillamente impensable, hacer un retrato de los últimos días de Hitler como persona. Según este criterio, Hitler es, casi diríamos que por esencia, inhumano o extrahumano o aberrante o monstruoso: el demonio, sólo concebible con las facciones grotescas y deformadas que corresponden a los demonios.

No obstante, esta opinión perpetúa la historia de un error, o quizá de una cobardía, de funestas consecuencias. El auténtico atrevimiento es valorar y juzgar a Hitler como ser humano, lo contrario de lo que propusieron unos y otros tras acabar la II Guerra Mundial. Pese al pavoroso trauma experimentado, fue demasiado fácil calificar de demoniaco lo acaecido e inmediatamente disolver las individualidades humanas en el magma sangriento del nazismo.

Los que crecimos en las décadas posteriores al Holocausto tuvimos una idea excesivamente mítica de los acontecimientos. Y ahora, tantos años después -o tan pocos, según se mire-, en medio de las brumas de amnesia que dominan nuestra época, todavía emerge, indescifrable y delicuescente, la silueta de un infierno en el que las víctimas fueron ciertamente hombres pero los verdugos parecen siniestras criaturas procedentes del más ponzoñoso pantano del mal. Hitler, Himmler, Goebbels, Goering y demás eran alimañas que, nacidas del orco, estaban desprovistas por completo de perfil humano.

Sin embargo, si hubiera sido realmente así, no se recrudecería en nuestra memoria el misterio de aquel horror. No habría ningún misterio. Lo auténticamente inquietante es saber, pese a todos los disimulos políticos y morales, que aquellos demonios, con Hitler a la cabeza, eran en realidad hombres, compañeros de especie, ejecutores de una maldad radical que tal vez sea inimaginable para los ángeles pero, aunque nos avergüence intuirlo, no para nosotros, los seres humanos.

Nunca he sabido si a los actores les costaba mucho ponerse en la piel de los criminales. En cualquier caso habrá que felicitar a Bruno Ganz por tener el coraje de ponerse en la del peor de ellos. El auténtico demonio nunca tiene cara de demonio.

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