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Columna
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El maremoto

Es imposible olvidar esa imagen constante de desolación en el golfo de Bengala. La globalización nos acerca, irresistible, hacia realidades demoledoras. Aquí, pocos pueden quedarse en su sillón tan tranquilos, percibiendo el sufrimiento en directo. El problema es cómo actuar a miles de kilómetros. Dar dinero parece ser lo más necesario, según las más solventes organizaciones humanitarias. Pero el dinero no basta, todos lo sabemos, para acallar los procesos de la razón y la sensibilidad humana. Esta catástrofe, en sus enormes dimensiones, nos pone en una situación sin retorno: ¿se puede vivir en este planeta de forma tan absurdamente desigual y en tan gran desencuentro? El impacto de lo sucedido y su inmediata proximidad a nuestras vidas ha sido percibido como una herida abierta en nuestros corazones hasta por los más insensibles. Incluso el Gobierno de Bush ha corregido su inicial indiferencia: sabe que su gente no se lo perdonaría, y el mundo tampoco. La conmoción es demasiado grande. El tsunami del Índico ya marca un antes y un después en las conciencias del planeta.

Queda por ver qué pasará con los actos humanos, pero parece claro que este desastre pone fuera de lugar el egocentrismo, la prepotencia y todos sus derivados. También el Foro de Davos corrige, por esta causa, su programa inicial; en cambio, en Porto Alegre, este año, se hablará de lo que estaba previsto: cómo luchar contra la pobreza. El maremoto ha puesto este sangrante tema como urgencia inmediata para que el mundo observe con detalle que la gente muere por hambre, epidemias, desolación, aislamiento e indiferencia ajena.

¿Se necesitaba que murieran, sufrieran, tantas personas en tantos países? Por los relatos que llegan, por los detalles que vamos conociendo, parece claro que el desastre natural se ha producido sobre una catástrofe social previamente conocida y evitable, según explican antiguos documentos de Naciones Unidas. El hambre del mundo y la falta de agua, salud y educación no tienen hoy razón de ser.

Lo de Asia ayuda a recordar el imposible futuro de los niños africanos, el deterioro de la naturaleza por la mano voraz de hombres sin alma, y pone de manifiesto la estulticia de la guerra y de ese monumental presupuesto en armas: más de 1.000 millones de dólares diarios sólo en Estados Unidos. El tsunami -sus 150.000 muertos, sus millones de desplazados, enfermos y hambrientos, 100.000 niños sin padres sólo en Indonesia- nos arroja a la cara nuestra propia locura. Esto es lo que nos transmiten las terribles imágenes de la televisión.

Un antes y un después. ¿Cómo tomarse en serio las quejas de quienes, por una gripe, colapsan las urgencias barcelonesas? ¿Qué respeto merecen aquellos que anteponen los propios privilegios identitarios o mafiosos a la imperiosa necesidad de la colaboración humana sin fronteras posibles? ¿Qué plan Ibarretxe soporta el maremoto de las conciencias, marcadas por la constatación de la fragilidad humana? ¿Qué guerra, en Irak, en Oriente Medio, se sostiene ante la evidencia de que el hombre requiere, más que nunca, ser amigo de todos los hombres del planeta, sin distinción de razas, de religiones, de ideas?

Un antes y un después: ya nada debería ser igual. La catástrofe tiene, pues, la virtud de colocarnos contra las cuerdas de nuestras equivocaciones, egoísmo y desvarío. La globalización, vista desde estos ojos cargados de dolor, obliga a una nueva conciencia y a un orden diferente de prioridades, también en nuestras vidas. No hay escapatoria para asumir las responsabilidades que correspondan: la dimensión del desastre ha sido demasiado grande, nos azota de pleno. Que el mundo haya irrumpido entre nosotros de esta forma debiera, por lo menos, obligarnos a percibir la dimensión universal de nuestra propia realidad. Somos, globalmente, mestizos: nada nos es ajeno.

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