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Reportaje:FUERA DE RUTA

Las delicias persas de Isfahán

La ciudad iraní muestra su vitalidad entre monumentos fabulosos

Cubierta por el manto de prejuicios que se extiende sobre todo el país, como si fuera una venganza por la obligación que los ayatolás han impuesto a las mujeres iraníes de embozarse en un chador, Isfahán parece condenada a vivir de espaldas al mundo. Pocas son las miradas que se aventuran a contemplar su belleza, que, pese a tanto desdén, no ha perdido un ápice de aquella lozanía que impulsó a la Unesco a declararla patrimonio de la humanidad. Pasear por las calles de esta ciudad de poco más de un millón y medio de habitantes supone adentrarse en un mundo refinado y sensual donde se mezclan grandiosas obras maestras del arte islámico con exquisitas miniaturas de papel, hueso o marfil, donde hasta el ruido de los martillos de los artesanos del bazar se acompasa a las cadencias de esa poesía que tanto emociona en esta cultura; un pequeño universo cubierto por el azul turquesa de las cúpulas de las mezquitas y tapizado con las hermosas filigranas geométricas que decoran los azulejos de sus muros y los dibujos de sus alfombras.

Es también la ciudad del agua, donde los grandes estanques de sus jardines atestados de flores no sólo sirven para apaciguar el aliento tórrido del cercano desierto de Kevir, sino que, como enormes espejos, reflejan invertidas las imágenes de los monumentos, retando al viajero a adivinar cuál de las dos partes es la real. Los puentes de Isfahán son auténticas obras de arte, pequeños palacios alargados que unen las dos orillas del río Zayandé, como los porticados de dos pisos de Seh Pol y de Jwayu. Este último, en cuyo centro se alza un pabellón octogonal, es tan ancho que permitía el paso de las caravanas cargadas por el centro del camino, mientras que las arcadas laterales estaban reservadas a los peatones. Los habitantes de la ciudad se reúnen hoy en la galería inferior para, prácticamente con los pies en el agua, charlar, jugar al ajedrez o beber un té.

Galerías de arcadas dobles

El corazón de Isfahán es la plaza de Naqsh-é-Yahan, un inmenso espacio rectangular de 512 metros de largo por 159 de ancho, que parece separar lo divino de lo humano. En el extremo sur se alza majestuosa, descomunal, la mezquita del Imán; en el opuesto se abre el pórtico que da acceso al bazar, una palabra farsi, la lengua de Irán, que se ha hecho universal. Los laterales están cerrados por interminables galerías de arcadas dobles, ciegas las del piso superior y atiborradas de comercios las que dan a la calle, sólo interrumpidas por la entrada, al este, de la mezquita de Sheik Lutfalá, y por el palacio de Ali Qapu, enfrente, cuyo mirador abierto del tercer piso trata de estirarse para alcanzar la altura de las cúpulas que lo rodean.

La plaza refleja el esplendor perdido de Isfahán. Enclave caravanero en la ruta hacia Asia, el enriquecimiento de la ciudad coincidió con la dinastía safávida, que hizo de ella su capital y la reformó urbanísticamente con poderosos resultados (destaca la figura de Abbas I, entre 1587 y 1629). El declive coincidió con el auge de rutas marítimas que quitaron protagonismo a las vías terrestres de Asia central.

Dentro de las fronteras de la plaza la vida transcurre con calma. Hay familias enteras reunidas en torno a manteles blancos y cestas de pic-nic, personas que descansan del trajín de las compras rodeadas de bolsas, parejas sentadas sobre el césped, ancianos que parecen meditar, niños que juegan casi en silencio, transeúntes a la sombra de los soportales, grupos de colegialas enfundadas en lienzos negros cuyas voces, semejantes al estridente gorjeo de las golondrinas, rasgan ocasionalmente el tenue murmullo de la plaza.

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La luz de los interiores

Dentro de las mezquitas, la belleza abruma. El sol, al atravesar las intrincadas celosías de la sala de oración de Sheik Lutfalá, se hace barroco, proyectando inverosímiles dibujos sobre la ya de por sí recargada ornamentación de los mosaicos azules y amarillos que cubren las paredes y la grandiosa bóveda de la estancia, rematada en sus esquinas por arcos ricamente decorados con mocárabes de estuco, que semejan telas de araña. A través de los rayos se ven diminutas motas de polvo suspendidas en el aire, como si la luz contuviera la respiración para no perturbar el recogimiento y la armonía de este lugar. Por el contrario, la mezquita del Imán derrocha espacio y volúmenes, con una cúpula de 54 metros de altura enmarcada por cuatro estilizados minaretes de 42 metros que se alzan por parejas sobre el pórtico y el portal, o iwán, por el que se accede al extenso patio interior. Las diferentes estancias del templo permiten al visitante penetrar en un paisaje de bóvedas y columnas profusamente decoradas con azulejos policromados en tonos amarillo-verdosos se antojan, sin embargo, una obra menor frente a los arabescos en estuco del mihrab y la belleza sobria del bosque de columnas de ladrillo de la sala de oración de la mezquita de Jamé, o del viernes, ubicada fuera de la plaza, en el norte de la ciudad. La increíble combinación de materiales tan simples como el ladrillo, el estuco, la argamasa o los azulejos también produce efectos fascinantes en los palacios de Ali Qapu, Chihil Sutún y Hasth Bihisht, magnificados por los voluptuosos jardines que los rodean.

Desde el otro lado de la plaza, el bazar ejerce un influjo magnético. Un pórtico colosal da paso a un enjambre de diminutas calles cubiertas en las que el caos se organiza por gremios. Es el reino de los sentidos. Hay voces y ruidos metálicos que hacen los artesanos al trabajar; olores de especias y perfumes; dibujos y filigranas que se quedan prendidos en la retina; manos que pretenden un saludo, y casas de té donde buscar una burbuja de oxígeno en una atmósfera que llega a ser asfixiante. Rodeados por la penumbra, mil veces rota por las bombillas de las tiendas, se tiene la sensación de estar paseando por un submundo, ajeno a esa vida plácida y despreocupada que se desarrolla a escasos metros de aquí, en la soleada plaza de Naqsh-é-Yahan o en cualquiera de los múltiples jardines de la ciudad.

GUÍA PRÁCTICA

Datos básicos

- Isfahán es la segunda ciudad de Irán, con 1.650.000 habitantes. Está situada a 340 kilómetros al sur de la capital, Teherán.-

Prefijo telefónico:

00 98 311.

- Moneda

: real iraní (1 euro: unos 10.700 reales).- Para entrar en el país es obligatorio disponer de un

visado.

El Ministerio de Asuntos Exteriores, en su página

web

(www.mae.es), recomienda solicitarlo con cierta antelación.- La oficina de turismo de Irán en Madrid (915 64 36 13; www.iransara.es) aconseja reservar el alojamiento desde España en agencias de viaje, así como desplazarse por el país con paquetes organizados.

Cómo ir

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Air Iran

(915 41 71 62; www.iranair.com) vuela a Isfahán desde Madrid y Barcelona a través de aeropuertos europeos como París o Francfort y con escala en Teherán. Ida y vuelta, a partir de 485 euros más tasas.-

Catai

(en agencias de viajes; www.catai.es) incluye Isfahán en dos recorridos por Irán en 8 o 14 días: los precios, con vuelos, alojamiento, media pensión y visitas se sitúan para un grupo de 10 personas en 962 y 1.810 euros respectivamente (más tasas y suplementos).-

Viajes Club Marco Polo

(902 101 200; www.clubmarcopolo.com) también incluye Isfahán en sus recorridos por el país persa. Viajes de 14 o 21 días que oscilan entre los 1.368 y 1.754 euros.

Información

-

Oficina de información turística

de Irán, Iran Sara (915 64 36 13; www.iransara.es).- www.itto.org.- www.salamiran.org.

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