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Tribuna:¿MIRA LA UNIÓN EUROPEA AL PASADO O AL FUTURO?
Tribuna
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Pros y contras del tratado constitucional

No es fácil caracterizar a la UE como sistema político, pues ni es sólo intergubernamental ni decididamente supranacional, dependiendo de los sectores y las políticas. En este sentido, es también lógico que el tratado constitucional de aquélla sea un híbrido que se basa en el acuerdo entre Estados y, de modo derivado, en el esperable respaldo mayoritario de sus ciudadanos. Y es que, por mucho que se caracterice a la UE como gobierno multinivel en red, al final la "competencia de las competencias" sigue residiendo en los Estados soberanos, aunque la imparable comunitarización de muchas de sus políticas concretas relativice tal aserto. Son éstas las que están proporcionando la base material para la progresiva federalización práctica de la UE, aunque en el ámbito estrictamente político e institucional estemos lejos de ello.

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Desde el punto de vista de los principios, hay razones sólidas para dar el visto bueno al tratado constitucional: por primera vez se acepta nada menos que la expresión Constitución para la UE, algo potencialmente cargado de futuro integrador. El propio método de elaboración -la Convención- ha mejorado el criterio de participación y es positivo que se mantenga como procedimiento para sucesivas e inevitables reformas. El nuevo tratado, como texto único, supone un avance por el mero hecho de compilar y reorganizar la dispersa normativa comunitaria fundamental. Además, mejora la tipología de las normas, hace más comprensible su nomenclatura y reduce mucho los instrumentos, a la vez que formaliza una realidad básica: la primacía del derecho comunitario. No menor progreso supone dotar por fin de personalidad jurídica a la UE, lo que reforzará su proyección internacional como tal. Es también relevante hacer normativa y no sólo declarativa, como hasta ahora la carta de derechos de los ciudadanos.

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En el ámbito institucional hay asimismo avances: se clarifica un tanto la singular división de poderes comunitaria y se mejoran los criterios de reparto de competencias al suprimirse el disfuncional sistema de los tres pilares. Dada la inevitable hegemonía de los Estados, es bueno para la UE disponer de un presidente estable del Consejo Europeo, así como de un ministro de Asuntos Exteriores. El Parlamento Europeo, el Tribunal de Justicia y el Comité de las Regiones ganan cierto peso; se reduce la complejidad y el número de los procesos decisionales, a la vez que se extiende el principio de mayoría cualificada. Se amplían las cooperaciones reforzadas, se perfeccionan los mecanismos de cohesión y aumenta la comunitarización de ciertas políticas muy vinculadas a la soberanía de los Estados, elementos todos ellos que favorecen la supranacionalidad.

Y, sin embargo, el tratado no es una verdadera Constitución en sentido estricto (lo que no se aclara ante la opinión pública) y no especifica qué hacer en caso de que no se alcance la ratificación en los 25 Estados, pues parece una solución del todo disfuncional la entrada en vigor de aquél en algunos y el mantenimiento del Tratado de Niza en otros. Es un texto que preserva -e incluso refuerza en ocasiones- los intereses de los Estados, por primera vez incluso con derecho de secesión formalizado. El grado de simplificación es modesto y el texto sigue siendo un mamotreto complejo, farragoso y de difícil manejo con cerca de 450 artículos. En la carta de derechos, la parte social (el famoso "modelo europeo") está notoriamente devaluada en comparación con los intereses del mercado. La democratización de la UE sigue presentando carencias significativas en la división de poderes, el reparto competencial y la accountability de los decisores. Y tampoco es asunto irrelevante el no reconocimiento oficial general y sin reservas de todas las lenguas minoritarias de la UE.

En el ámbito institucional, la UE seguirá desequilibrada por el predominio de los dos consejos y por el hecho de que la Comisión y el Parlamento no sean ni el Ejecutivo ni el Legislativo plenos, pese a sus mejoras. El sistema de reparto de competencias mantiene, a veces, fórmulas confusas y es ambiguo con relación a los criterios de interpretación de la subsidiariedad. Siguen sin existir fuertes poderes centrales de la UE como tal, lo que le impide legitimarse democráticamente con eficacia ante las opiniones públicas nacionales. Los procesos decisionales clave siguen en manos de los Estados que han pactado fórmulas excesivamente barrocas al respecto. Por si faltaba algo, hay numerosas excepciones a la regla de la mayoría cualificada y demasiados vetos infranqueables en áreas sensibles para los Estados (seguridad social, fiscalidad, política exterior). Por último, el presupuesto comunitario sigue siendo muy bajo y no se introduce un impuesto europeo.

Ponderando, pues, todos los factores positivos y negativos, creo que hay que concluir afirmando que el tratado constitucional no es, desde luego, la mejor UE que cabría esperar, pero es que no hay más. Un rechazo de este texto sería un paso atrás y condenarse al disfuncional inmovilismo de Niza -texto que es aún más estatalista- para mucho tiempo. El voto negativo democrático y europeísta -que es del todo legítimo- quedaría objetivamente ahogado, pues sus grandes beneficiarios serían los eurófobos de la extrema derecha y los euroescépticos neoconservadores, además de resultar impagable para los estrategas neoimperiales de los EE UU. En conclusión, no me parece una buena idea votar no para conseguir una UE mejor, pues el resultado fáctico sería el de archivar del todo proyectos más ambiciosos. El rechazo del tratado constitucional no provocaría -a mi juicio- un revulsivo para reabrir el debate e ir hacia más Europa, sino que facilitaría el desenlace justamente opuesto que sería el de no sobrepasar ya en ningún caso el actual estadio de integración, algo que -por cierto- no verían con malos ojos varios gobiernos de la UE. En cambio, si este texto con sus insuficiencias sale adelante -pese a que, a mi juicio, debería ser reformado pronto- habrá posibilidades de seguir avanzando del único modo que ha sido posible hasta ahora en Europa: con estrategias funcionalistas gradualistas. Cuando no hay fuerza alguna para presionar a favor de una genuina Asamblea constituyente paneuropea, el realismo y la visión práctica de la política aconsejan dejarse llevar por la razón y no por el sentimiento.

Cesáreo Rodríguez Aguilera de Prat es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona

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