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Columna
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Elemental, querido americano

Por no entrar de cabeza en el agua helada, empezaré preguntando si es el (buen) gusto anglosajón por la novela negra la razón del suspense que el sistema norteamericano pone en los recuentos electorales. Hasta el último voto-minuto, como en un logrado thriller, no se sabe cual va a ser el desenlace (iba a poner "no se sabe quién es el asesino", pero ese dato no era una de la incógnitas de esta intriga). Ha acabado por fin el conteo de las últimas oposiciones a Presidente, George Bush conserva la plaza, y los analistas dicen que nunca los Estados Unidos han estado tan divididos y nunca Europa tan lejos de esa América.

No estoy de acuerdo con lo primero. Estados Unidos ha sido y es un país de profundas divisiones. Protestantes y otros. Nordismo y sudismo. Blancos y demás (el que completar muchos formularios administrativos incluya marcar la casilla de pertenencia étnica es algo que extravía de varios modos a los europeos). Las fronteras internas a menudo representan abismos: inmenso es el hueco entre pena de muerte sí o no, por ejemplo; o entre "tener y no tener" que dice el título de Hemingway. Sesenta millones de norteamericanos han votado a Bush; esa abundancia despierta admiración en algunos; no es para tanto si se piensa que la cifra coincide prácticamente con la de personas que en ese país carecen de un seguro médico. No estoy de acuerdo, pues, con que América esté más dividida que nunca entre el sentir y el pensar, el monte y la costa; la edad media y la contemporánea. Lo que comparto es la sensación de que los dirigentes, ahora refrendados, no tienen la más mínima voluntad de "coser" esas diferencias o de mestizarlas; que por el contrario, esa Administración conservadora está hoy, tal vez como nunca, empeñada en ahondar la herida; en agrandar la grieta; en el "divide y vencerás" a los otros; insiste y acabarás hundiendo al discrepante.

En cuanto a la diferencia entre la América del triunfo y Europa, no sé si se puede decir que es grande pero la siento, en cualquier caso, fundamental (fundamentalismo por una vez no sólo soportable sino apetecible), tan fundamental que afecta al léxico político a un nivel de catón. El sentimiento que mejor define las reacciones de la opinión pública europea a la victoria de Bush no es la desilusión sino el asombro. Un estupor que no tiene tanto que ver, a mi juicio, con que se haya refrendado la aberrante lógica del "imperio contraataca" de su política exterior, como con asuntos propiamente internos. Con el hecho de que hayan sido los más desfavorecidos, los desahuciados del sueño americano (muchos de esos millones de indefensos en materia sanitaria) quienes han reelegido al presidente más ufanamente conservador; más descaradamente indiferente u hostil a las políticas de redistribución y de igualdad, de las últimas décadas (sus irónicos comentarios sobre la campaña de vacunación contra la gripe son un botón de muestra que desde aquí resulta sangrante, insufrible). Actitudes como ésa son las que no nos pasan, las que no nos caben en la cabeza.

Porque aunque la guerra de Irak haya dividido a Europa. Y la elección de los nuevos Comisarios haya dividido a Europa. Y el refrendo constitucional esté dividiendo a Europa; se trata de diferencias de cúpula no de base. O de identidad del poder consigo mismo y no de identidad personalmente ciudadana. O si se quiere, son diferencias de hojas y tal vez de ramas del europeismo; e incluso de tronco (corren tiempos leñosos) pero no de raíz. Profundamente enraizada en la identidad ciudadana europea está la convicción de que el Estado de bienestar, la protección social, el abrigo educativo y sanitario, la horizontalidad de oportunidades y derechos son logros u objetivos irrenunciables, y que las políticas y los políticos se tienen que medir y reemplazar con ese rasero. Eso marca nuestra diferencia de un modo que no es grande sino básico; no radical sino elemental. Elemental, querido americano (O "amigo americano" que es otro estupendo thriller).

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