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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Los galos del Priorat

Sólo los que estén familiarizados con el mundo de Astérix no encontrarán raro que un restaurante se llame Els irreductibles. Sus dueños, los enólogos Sara Pérez y René Barbier, buscaban un nombre que definiera una manera de entender la vida y sobre todo de tratar el vino. Y el nombre les salió sólo. Irreductibles, además de una palabra larga y casi ilegible, es expresión de resistencia, controversia y pasión. Y es lo que define a este restaurante de Gratallops, en el corazón del viejo Priorat, pensado no sólo para comer sino, básicamente, para dejarse seducir por el vino. Aquí se busca el riesgo, los vinos de autor, de poca producción, con una carga de sentimiento y carisma. Fredy, que vino al pueblo para un master y se quedó como sumiller, te sorprende en cada momento con una nueva copa, porque aquí no estás obligado a beber una botella entera: cada plato tiene su copa. Una gran idea que evita el despilfarro y el aburrimiento.

Los responsables de 'Els irreductibles', conciben su restaurante como un lugar para comer y para dejarse seducir por el vino

Sara y René han transformado una granja abandonada rodeada de olivos, a pie de carretera, en un restaurante de diseño (el diseño y parte de la mano de obra son suyos). Han conseguido, además, un ecléctico personal que va desde japoneses, a un brasileño y un suizo. Y todos parecen encantados de vivir aquí. Al restaurante aún le falta el cartel, pero el cliente de Els Irreductibles no es casual y sabe adónde va, aunque a veces se pierda entre las calles empinadas del pueblo.

Sara y René provienen de familias históricas en la elaboración e investigación del vino. Ambas familias decidieron un buen día apostar por las tierras del Priorat. Nadie daba un duro por el éxito de esos campos pizarrosos, esos bancales inclinados aparentemente imposibles de trabajar. Pero ellos, junto con otras grandes firmas, Palacios y Pastrana, se echaron al ruedo: pagaron con dignidad unas tierras, una mano de obra y aportaron su tecnología, y, cómo no, otra manera de vender el producto. Así, en poco más de 10 años, el Priorat es un vino no sólo respetado sino que levanta pasiones. Los que vivíamos cerca de esta comarca estábamos acostumbrados a saborear sus vinos en la intimidad. Los comprábamos a granel, o nos lo regalaba el abuelo que conocía nuestro amor por el rancio, algo que sabía a gloria y te destapaba la risa, la lengua y el ingenio. El rancio de Bellmunt, sacado directamente de esa bota centenaria escondida en el cup de Can Serraller, nos hermanaba a todos en el pequeño comedor de la casa. Más allá del balcón, los campos inclinados dormitaban, tranquilos, el letargo del olvido. Esa maravilla arquitectónica de bancales escalonados ahuyentaba a cualquier hombre sensato: sólo el payés de aquí se atrevía a labrarlos, quizá porque era todo lo que tenía. Así las cosas, y acostumbrada a defender al Priorat aun a riesgo de ser considerada una extravagante, el día que lo vi por primera vez en una carta de vinos casi me echo a llorar:

Sara y René son tan conscientes como yo -o mucho más, porque trabajan en ello- que el Priorat es duro. Pero allí viven con sus hijos, allí se ganan la vida elaborando vinos y desde hace un año han montado su última locura en Gratallops: Els irreductibles. Algo está pasando aquí cuando el pueblo, que no llega a los 300 habitantes, cuenta con cinco restaurantes, por no hablar de las 16 bodegas. ¿Es una locura? Ya les decía yo que la comarca enciende pasiones.

"Nuestro principal cliente es el productor", comenta Sara, "pero cada vez tenemos más gente joven de la zona que se apasiona con el vino". Y continúa René: "Aquí la rentabilidad es muy corta porque el precio de coste es muy alto y además cuesta muchos años ver los resultados. Pero los productores vienen a buscar prestigio". En este momento el Priorat reúne 50 bodegas, algo impensable hace sólo 10 años.

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Fredy nos enseña la vinoteca, con la selección de vinos de la zona y la denominación de origen Montsant, aunque dejan espacio para los Ribera del Duero, Bierzo, Toro: estos dos últimos con una clara pujanza comercial. Fredy nos da una lección de cómo hay que conservar el vino: "Es un error un blanco completamente helado. Con 12 grados es suficiente. Mientras que el tinto necesita entre 15 y 17". Probamos un Clos Nelin, un blanco de la zona que elabora Barbier y que sabe a gloria. "Estamos intentando que el vino blanco valga tanto como el tinto", comenta René. Sara nos ofrece su Dido, denominación de origen Montsant, elaborado en Falset, un tinto que no se queda corto. "Cada uno trabaja por separado", dice ella. "Somos competencia", apostilla él, riendo.

Les pregunto cómo son la relaciones entre el payés tradicional y los nuevos productores y me cuentan que cada vez mejor porque han visto la rentabilidad. "Los jóvenes, que hasta principios de la década de 1990 se marchaban, empezaron a creer en el vino, estudiaron y además han invertido". Lo cierto es que ya no queda un palmo para explotar: el Priorat ya no da más de sí. Vale la pena aventurarse por una de las carreteras serpenteantes de la comarca y comprobar la transformación de lo que antes eran campos secos y abandonados, cepas centenarias que se perdían y ahora han vuelto a renacer y han convertido el paisaje en un auténtico jardín.

Cenamos en la terraza. Fredy nos trae una botella de vino enfundada en un cartón y tienta a Sara en el juego de adivinar qué es. Sara remueve la copa, mete la nariz dentro, da un pequeño sorbo y prácticamente da en el clavo. Luego lo probamos todos en silencio. Entre los olivos aparece la luna. Suena una música de jazz. La comida es estupenda. Poca cosa se puede pedir de más.

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