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Columna
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La Iglesia militante

Recuerdo de cuando se estudiaba la religión, como una de las marías en la enseñanza secundaria del Colegio Nuestra Señora de las Maravillas de Lasalle, la idea de que el Cuerpo Místico cuya única cabeza es Cristo se componía de: la Iglesia Triunfante, la Iglesia Purgante y la Iglesia Militante. A la Iglesia Triunfante, donde se integran los Santos que están en el Cielo, hemos hecho durante este pontificado de Juan Pablo II notables y numerosas aportaciones, en especial de los canonizados como mártires de la pasada Guerra Civil. De la Iglesia Purgante tenemos noticias más confusas en cuanto a la nómina de sus componentes, a los que se aplican las misas y otros sufragios de difuntos. Y de la Iglesia Militante, parecería que ahora nos vamos a enterar, si juzgamos por las declaraciones de la jerarquía episcopal que anuncian movilizaciones.

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Se diría que después de los años del nacional catolicismo, -con Franco bajo palio nombrando los obispos-, la Iglesia de base acabó por despertar en apoyo de los derechos humanos y las libertades democráticas, a partir de mediados de los sesenta. Se verificaba así la observación de un periodista buen amigo mío quien en su sociología de bolsillo dividía a las instituciones, como a las plantas, en las de hoja perenne y las de hoja caduca. Qué interesante comprobar cómo todas las organizaciones del régimen franquista que proclamaban de modo incesante su perennidad, desde el Movimiento Nacional (por su propia naturaleza permanente e inalterable, según rezaban sus principios fundamentales) hasta los Sindicatos Verticales caducaron a la muerte del general. Mientras tanto, aquellas otras venidas de más atrás, las que llamábamos poderes fácticos -las Fuerzas Armadas, la gran banca o la Iglesia- mostraron su perennidad. Fue como si un oscuro instinto institucional moviera a algunos de los componentes más generosos en el clero, la banca o la oficialidad- a sintonizar con las nuevas demandas sociales, permitiendo así una futura reconciliación por abajo con la población.

La derecha más cerril, acantonada en el búnker, reaccionó frente a los progresistas sin éxito final, aunque quienes protagonizaron esos avances padecieran la represión. Luego, por ósmosis, las jerarquías respectivas fueron adoptando esas actitudes reformistas que permitieron la concordia y nos reconciliaron bajo la Constitución de 1978. Antes, en 1973 -cuando el cortejo fúnebre del almirante Carrero Blanco en la Castellana- se habían escuchado los gritos de ¡Tarancón, al paredón! Era el mismo cardenal Tarancón que al oficiar en los Jerónimos el Tedeum, tras la proclamación de don Juan Carlos como Rey, nos convocaba a todos los españoles a desactivar los rencores e iniciar la paz después de tantos años de victoria de los unos sobre los otros.

Al imposible de Arias Navarro le sucedió como jefe del Gobierno Adolfo Suárez, que quiso reencarnarse como líder de la Unión de Centro Democrático. Se legalizó el divorcio y se convinieron los sistemas de enseñanza de los centros privados de la Iglesia y su financiación, mediante inteligentes analogías tomadas de los países de nuestro contexto europeo. Llegaron los socialistas al Gobierno, tras las elecciones de 1982, y todo fueron neutralidades y respetos mutuos; hasta el punto de que el presidente Felipe González se empeñó en concluir la catedral de la Almudena, sobre cuyos muñones de hormigón había crecido tanto musgo durante décadas de franquismo. Por eso, al resumen de esa etapa del PSOE en términos de "paro, despilfarro y corrupción" le falta añadir al menos "y la catedral de la Almudena".

Luego vinieron los del PP con Aznar al frente y una tropilla colorista de miembros de diferentes asociaciones católicas de primera línea, enseguida superada por la última ministra de Educación Pilar del Castillo -cuyos antecedentes en Bandera Roja parecían impulsarla a más hirvientes fervores. Por ahí tuvimos todas las reformas de la religión obligatoria con profesorado a cargo de la nómina del Estado, pero designado por el obispo correspondiente. Ahora es el turno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, en línea con Juan Pablo II por lo que se refiere a la guerra y a la alianza contra el hambre, aunque la naturaleza no confesional del Estado le haya obligado a deshacer algunos de los anteriores caminos y a legislar sobre las uniones homosexuales. A partir de ahí, se oye tronar a la Iglesia jerárquica con los obispos dispuestos a apoyar protestas contra el Gobierno. Atentos.

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