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FUERA DE CASA
Columna
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'The problem'

Paseaba la otra noche por el histórico, tabernario e ilustrado Barrio de las Letras -ahora peatonalizado a martillazos por el alcalde Gallardón, defendido de agresiones automovilísticas por sus golillas de nuevo cuño y sin necesidad de acudir, ¡menos mal!, a sus bomberos en rebelión- cuando escuché cantos, vítores, aleluyas y otras letanías que salían de las voces de unos centenares de chicos y chicas blancos, rubios y pálidos. Estaban de celebración, de oferta, de remate final de verano, de salvación de las almas, de caza del blanco bueno para mayor gloria de su iglesia -o lo que sea-, en la que hay predicadores tan destacados como John Travolta y el doble ex, Tom Cruise. Travolta se había quedado en casa, tan cerca de Bush, tan cerca de Aznar. No así el valiente, limpio, sonriente, rico y legionario del papa de los dianéticos, Ron Hubber, el mismísimo Tom Cruise. No era el suyo un viaje homérico, no buscaba a ninguna Penélope, ni venía de cañas con Amenábar, ni a ensayar La bien pagá con Luis Alegre. Nada de eso, ni siquiera quería volver al jamón o a las patatas con huevo de Casa Lucio. El blanco bueno de Tom Cruise venía de juerga antialcohólica, de ayuno redentor, de comunión espiritual con una pandilla de dianéticos guiris que han instalado su sede en el centro más quevedesco y cervantino de la ciudad. De su sede salen en parejas para captar descarriados por nuestras más centrales calles de tantos pecados y pecadores. Me colé en uno de sus tenderetes, bajo una especie de jaima más llamativa que una camiseta de butanero, y, la verdad, me sentí como un elefante en una cacharrería. Me quisieron vender la salvación de casi todo, la solución para mis dudas, la huida de las tentaciones, el perdón de mis pecados y la explicación del mundo por unos cuantos euros. No sé por cuántos, ni cómo, porque no les compré sus folletos, ni acepté su invitación para ver de lejos al carismático Cruise. Me miraban mal. Desconfiaban de mis preguntas. No me querían. Debieron de notar mi fe ausente, mi cartera floja o mi escepticismo creciente. La verdad es que eso de correrse una juerga a golpes de zumos y de talonarios ya me pilla un poco mayor. Creo, con mi admirado Grande Covián, que es más fácil cambiar de religión que de gustos culinarios. Conseguí, con no mucho esfuerzo, la verdad, cambiar mi religión, que era más triunfal que el Madrid de Valdano, por la incertidumbre de la duda permanente; pero ya no tengo tanto fondo como para cambiar de gustos culinarios. A cada uno sus propios zumos. Huí de los dianéticos como alma que lleva el diablo Cojuelo. Di con mis huesos en las orillas del río -o así- Manzanares. Disfruté en otra carpa estable mucho más divertida, en el cubierto, descubierto, de la sala La Riviera. Allí estaba la tribu musical del todo Madrid, se presentaba la nueva revista de Los 40 Principales. Una alegría para el oído y la vista. Actuación de esa diabólica tan cercana, tan interesante de cuerpo -echen un vistazo a su desnudo en la nueva revista-, de alma, de voz y de letras llamada Bebe. Y bebí, canté y gocé rodeado de unas legiones que nada tenían que ver con los salvadores amigos de Cruise. Cada uno con su cruz. Las revistas musicales se están poniendo muy interesantes. Pasen y miren en esa otra, tan clásica y moderna, Rolling Stone, se pueden tropezar con otra de nuestras mejores diabólicas, también desnuda, también cantante, también inquietante, la actriz Leonor Watling. Con chicas como éstas, ¿quién quiere irse con los dianéticos?

Terminamos la noche en Lavapiés. Allí estaban ellos: the problem, in person. Los mismos que señala Aznar -el neohistoriador- en sus clases maestras de las universidades de Bush. Allí estaban, los moros. Allí los descendientes de aquellos expulsados, de aquellos resentidos moriscos que siguen sin perdonarnos a los cristianos viejos las vejaciones de antaño. Allí estaban los moros, los mismos que simulan trabajar en la construcción, en los jardines, en las mantas, en los bares, en las cocinas, en las basuras, y que seguramente están pensando en el momento de la venganza. ¿Tendrá razón Aznar, el neohistoriador de la España eterna? ¿Quién escribe sus discursos? ¿Quién alimenta sus pensamientos? Me recuerda a otro Aznar, a aquel clérigo del siglo XVII, el mismo al que Gregorio Marañón -que es mucho más que una parada de metro- consideraba un gran escritor, aunque un tanto energuménico, en sus bríos contra los moriscos en nombre de la verdadera religión. Dice Marañón que, a pesar de su apasionamiento cerril, de sus violencias verbales que le llevaron a llamar "idiota" a Mahoma, sus escritos son de gran interés literario. Así contó la expulsión de muchos moriscos de Aragón: "Iban amenazando que habían de volver y destruir la Iglesia de Cristo y quemarnos vivos a todos y hollar nuestros sacramentos; y que eso sería tan pronto que aún pensaban hallar vivas las brasas que dejaban, cubiertas con cenizas, en sus hogares". Todo quedó en vana palabrería, asegura Marañón. Vale, no se dieron prisa. ¿Y ahora qué pasa con los nuevos pobladores moriscos de nuestras ciudades? Tenemos que creer al Aznar que clama en USA. ¿Será verdad que the problem habita en los Lavapiés de las Españas? ¿Hay solución o problema? Se termina el verano, estamos en noche de la media luna. Me tomo otra caña en Lavapiés y pienso. El demonio son los otros. ¿Quiénes?

Bebe, en la sala La Riviera.
Bebe, en la sala La Riviera.BERNARDO PÉREZ

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