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A TODA VELOCIDAD | Atenas 2004
Columna
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Los jueces

El elemento más invisible de estos Juegos son los jueces. Es muy difícil verlos porque siempre hay algo más interesante que mirar y porque las cámaras tampoco se detienen en ellos. Pasan velozmente, como con desgana, sobre estos personajes serios, cuando no taciturnos, que tienen en sus manos subir o bajar una décima. Son como fantasmas en mi retina que, por un momento, se convierten en los cientos de profesores que me han calificado a lo largo de mi vida. Calificación que continúa y que me temo que ya no cesará para ninguno de nosotros hasta el final de nuestros días y que algunos arrastran hasta el Más Allá.

Nos califican o juzgan profesional, moral, ética y sentimentalmente tanto los colegas como los cónyuges, los amantes, los hijos, los amigos, los políticos, los curas, los listos o uno que pasa por la calle y nos afea que hayamos tirado los periódicos en el contenedor de los plásticos. Es un sin vivir. Siempre hay alguien dispuesto, en cualquier parte y ocasión, a erigirse en juez del trabajo y comportamiento de los demás. Y, en el fondo, todos llevamos uno de juguete en nuestro interior.

En Atenas, los jueces que menos se ven, pero que más se sienten, son los de gimnasia. Supone una pura congoja contemplar a las chicas de rítmica retorciéndose bajo ojos de aguilucho que parecen impactarse en sus muñecas, sus tobillos o en la separación de sus piernas desde todos los puntos del estadio.

Me pregunto cómo serán en su vida privada estos profesionales del pequeño detalle. Tal vez nos podamos hacer una idea si nos acercamos a las pruebas de natación, en las que cada participante, una vez situado en el poyete en posición de despegue, proyecta a su espalda una larga sombra, que es un juez con traje negro. Ellos vigilan que no se dé una patada de más en el agua o que no se haga un giro irregular, como ocurrió el jueves por la tarde en los 200 metros espalda. Ese día fuimos testigos de cómo Aaron Peirsol fue descalificado y de cómo a la media hora le colgaban la medalla de oro y le colocaban la corona de olivo y él, con la mano en el corazón tarareaba, el himno de Estados Unidos. Y qué menos si se pertenece a un país que puede dar la vuelta a la opinión de los jueces. Vaya jueces. La cuestión no es si se confundieron, sino cómo habrían reaccionado de haber protestado Samoa, por ejemplo.

Por su parte, los jueces, se quejarán de la incomprensión y avaricia de los deportistas y de lo mal que lo pasan teniendo el poder de inclinar la balanza a un lado o al otro en el destino de una persona. Cuánto me suena todo esto.

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