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Columna
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Albaicín

Una ciudad puede ser el paisaje de nuestro carácter, pero se muere cuando queremos convertirla en un decorado. La belleza cabe en una postal y en los recuerdos de un turista sorprendido, pero la vida rompe las fronteras de los marcos incomparables y se hace ruido, costumbre, bar de la esquina, tienda de ultramarinos, calle con niño que corre y habitación con vistas a la calle y con abuelo en la ventana. Visitar la Alhambra resulta inseparable de la postal encalada del Albaicín, que acompaña al paseante como un decorado hermosísimo desde la otra ladera, amparado por una extraña calidad del aire y por las lanzas verdes y húmedas de los cipreses. Sobre el bosque y el Darro, las campanas de las iglesias dan vueltas sobre la luz, que se hace sonora como las alas de un pájaro cercano. Detrás de los arcos, de las galerías, de los muros y los jardines de la Alhambra, reposa con paciencia de modelo fotográfica la belleza bordada del Albaicín. Pero si el paseante baja la cuesta, cruza la ciudad y se adentra en las calles del barrio, la postal se transforma en ciudad viva, habitada por los ruidos y las costumbres de una existencia particular, llena de casas de vecinos, patios, comercios y andamios. Las calles escalonadas y merodeadoras del Albaicín bajan por una pendiente que va desde los cármenes privilegiados hasta las casas deterioradas y las ruinas absolutas. Es probable que el barrio haya mantenido sus códigos y su paisaje porque durante años fue una zona marginal, poco apetecible para los especuladores crueles de Granada, interesados tal vez en comprarse un carmen en la parte alta, pero no en edificar en el bajo Albaicín. La mala prensa y la falta de beneficios rápidos suele ser un consuelo para las ciudades, pero también un peligro, una condena al abandono y a la silenciosa descomposición.

Por eso nada me parece más poético que un andamio en el saco sin fondo del Albaicín. El plan de rehabilitación que puso en marcha la Junta de Andalucía no juega con un decorado, sino con un barrio vivo, y las obras no pueden limitarse a maquillar la belleza del rincón fotográfico, la pared blanca y el balcón con flores, sino que deben mantener la respiración de las calles, las casas de vecinos, los patios, el bullicio de la gente. Se trata de dignificar los edificios deteriorados para devolvérselos a los vecinos o para atraer a una población nueva capaz de mezclarse con la piel del barrio. Hormigoneras, vigas, ladrillos, junto a las macetas y los marcos incomparables. Los esfuerzos políticos tienden a centrarse en proyectos espectaculares, de aplauso inmediato. La dificultad del inmenso saco sin fondo del Albaicín es que las intervenciones se pierden sin llamar demasiado la atención, igual que los cuidados médicos que combaten una enfermedad crónica sin prometer imposibles curaciones milagrosas. Pero merece la pena que aprendamos a valorar los planes a largo plazo, los proyectos no sometidos a la especulación, las rehabilitaciones silenciosas, el simbolismo de un andamio preocupado y prudente, la inversión que permite mantener las características de un barrio, aunque no suponga una inauguración oficial con banda de música. Sólo el compromiso de los ciudadanos asegura la utilidad y la falta de demagogia en las inversiones públicas.

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