_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Gran Bretaña

En mi infancia, el colegio de mis mañanas y mis tardes programaba excursiones guiadas a Gibraltar. La profesora de inglés era la organizadora: junto al bocadillo, la autorización paterna y los refrescos, nos exigía el pasaporte (esto tenía lugar antes de la famosa firma de Morán y el ingreso en Europa), objeto mítico lleno de resonancias novelescas cuyas solas sílabas bastaban para catapultarme hacia pagodas y desiertos. Y es que Gibraltar, a pesar de encontrarse a sólo tres horas de casa, significaba la transposición de una frontera, el ingreso en un mundo nuevo, y un drástico viaje a Inglaterra sin necesidad de aviones ni dársenas. Durante mucho tiempo, convencido por las series de televisión británicas y mis libros de texto, yo creí que Gibraltar consistía en una pequeña sucursal de Piccadilly Circus, con su niebla, sus policías de cascos negros que viajaban en bicicleta y esos salones de té donde a las cinco de la tarde el tiempo se detenía como en un reloj de mecanismo defectuoso. Luego, cuando crecí y me di cuenta de que aquellos gentlemen del peñón manejaban la misma lengua de José María Pemán y de que en vez de los paisajes de Dickens las casitas de allende la verja evocaban las cenicientas poblaciones de frontera que se alinean junto a Portugal, mi concepto de la anglicidad se volvió mucho más pálido y modesto.

Históricamente, la Gran Bretaña ha significado para nosotros un enemigo, o en el mejor de los casos un compañero de pupitre antipático al que se soporta porque a veces nos permite copiar en el examen. Mucho ha llovido desde la Armada Invencible y Trafalgar, han llegado el ingreso en la Comunidad Europea y el tráfico de personalidades regias de un lado a otro del canal, pero ese sentimiento de incomprensión y frigidez no ha terminado de caldearse. Por mucho que Aznar se hiciese retratar en las Azores y Blair asegure que Zapatero es más joven y guapo que él mismo, los fastos de la toma de Gibraltar no van a detener su fanfarria y el ejército de Su Majestad, que en su día fue el más potente y expedito del mundo, no va a dejar de dar muestras groseras de su defensa de hasta el último centímetro de suelo patrio, submarinos atómicos mediante, por muy alejado que se encuentre de las nieblas de Avalon. Hay algo en el carácter inglés que mueve a esa desconfianza, a ese hiato entre el corazón propio y el ajeno, un aislamiento y una lejanía que casan muy bien con su condición de pueblo insular y que quedaron ilustrados de un modo muy gráfico en las obras de sus grandes filósofos, los escépticos que como Hobbes o Hume eran incapaces de conceder crédito a ningún valor que se hallase más allá de sus convicciones o deseos particulares: con todo lo que admiro la literatura y la melodía de ese idioma eléctrico como ningún otro, jamás se me ha ocurrido todavía poner un pie en Inglaterra, ni siquiera en la Inglaterra menor del peñón, por miedo a sufrir una congelación. En su imprescindible libro de memorias, que ya glosé hace un par de semanas, Stefan Zweig anota que, en el curso de sus viajes, el salto de París a Londres supuso para él el tránsito brusco del sol a la sombra en un día de verano: una frescura que se agradecía en medio del aire ardiente, pero también resfriados, incomodidad y la ausencia de una bufanda que había olvidado incluir en la maleta.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_