El legado de un biólogo incómodo
Lo fácil es recordar que Stephen Jay Gould (1941-2002) fue uno de los evolucionistas más destacados del siglo XX, y uno de los raros científicos que han sabido enganchar al lector general. También es fácil certificar que esta obra, publicada en inglés dos meses antes de su muerte, es su gran legado intelectual, la culminación de más de 30 años de exploración de la inabarcable y accidentada geografía del pensamiento darwiniano. Lo difícil viene ahora: ¿a quién se puede recomendar sin rubor un libro científico de 1.426 páginas?
En primer lugar, naturalmente, a los lectores de Gould, que son una legión, pero sólo después de una advertencia. El científico es conocido sobre todo por sus ensayos de divulgación -el último, Érase una vez el zorro y el erizo, acaba de publicarse en la editorial Crítica-, y La estructura de la teoría de la evolución no pertenece a esa categoría. El libro, que es a la vez una erudita historia del pensamiento evolucionista, una revisión crítica de la teoría de Darwin y una ambiciosa propuesta para reformarla, va dirigido sobre todo a los especialistas en esa materia.
LA ESTRUCTURA DE LA TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN. El gran debate de las ciencias de la vida
Stephen Jay Gould. Traducción de Ambrosio García Leal
Tusquets. Barcelona, 2004 1.426 páginas. 60 euros
Pero Gould insistió siempre en que él escribía de la misma forma para los científicos y para los legos, y decía la verdad. Incluso sus artículos técnicos son un ejemplo de claridad y buena prosa. El autor, de hecho, es uno de los pioneros de lo que se podría llamar divulgación interdisciplinaria, un género en auge en la escritura científica que está triunfando allí donde los programas de estudios fracasan cada vez más: en ofrecer a los especialistas en un terreno un panorama comprensible de otra disciplina inconexa.
Ésa, tal vez, ha sido la mayor
contribución de Gould a la biología evolutiva. Sus ideas han sido y siguen siendo muy discutidas, y sólo el tiempo dirá cuáles de ellas sobreviven al implacable escrutinio de los datos, pero si hay algo que nadie le puede negar es que ha conseguido atraer al campo de la evolución a una nueva generación de científicos de otras áreas -genetistas, biólogos moleculares, bioinformáticos- que, de no haber leído a Gould, hubieran permanecido atados a su árbol y ajenos al bosque circundante.
El lector general se puede beneficiar de esa prosa científica ávida de transparencia y cuajada de interés, de detalle histórico, de contexto cultural. La estructura de la teoría de la evolución, por más elevadas que sean sus ambiciones teóricas, puede ser comprendida por cualquier lector inteligente, y disfrutada por cualquier persona interesada en la aventura intelectual de su tiempo.
La propuesta de Gould para el evolucionismo del siglo XXI se puede resumir en tres puntos. En primer lugar, la selección natural -el motor de la evolución descubierto por Darwin hace un siglo y medio- no consiste siempre en una competencia entre individuos. Quienes compiten son a veces genes, a veces individuos, a veces poblaciones y a veces especies enteras. Segundo, la selección natural no es el único motor de la evolución. El genoma tiene su dinámica interna, y hace propuestas interesantes por su cuenta, sin que la adaptación al entorno local (que es el fundamento del darwinismo clásico) tenga un papel preponderante. Y, en tercer lugar, la evolución no es siempre una transición suave, continua y gradual. La excepción más conocida son las extinciones masivas, que pueden venir causadas por un suceso tan drástico e imprevisible como el impacto de un gigantesco meteorito. Las tres ideas son polémicas entre los especialistas, pero ésta es la marca de fábrica de las vanguardias científicas.
Este resumen, desde luego, no hace justicia al libro. "Dios mora en los detalles", repetía Gould de modo incesante, y los detalles son los verdaderos protagonistas de esta obra. Poca gente la leerá entera, pero eso mismo pasó con El origen de las especies, y aquí seguimos discutiendo sobre él 145 años después de su publicación.
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