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Columna
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El fin del exotismo

Rafael Argullol

Para los que fuimos educados en la idea de que la superioridad del arte occidental se basaba en su captación inigualada de los rasgos individuales del hombre, cada muestra de nuestro error de apreciación equivale a un paso más en la demolición de un mito, espectáculo al que asistimos con algo de melancolía y mucho de fascinación. Nos enseñaron -como enseñaron a tantos antes que a nosotros- que sólo el artista griego había llegado a la plenitud de la expresión y asimismo que nuestra cultura humanista europea había dado una continuidad, única, a aquella plenitud. A partir de esa premisa aceptábamos una telaraña de calificativos, siempre con respecto a nuestra posición central, en la que destacaba lo primitivo, lo exótico, lo oriental, cuando no directamente lo bárbaro y lo salvaje.

Aunque estas denominaciones respondían a diversos grados de sensibilidad con relación al arte no europeo, lo que tenían en común era el convencimiento de que dicho arte, aun cuando pudiera tener un indudable atractivo e incluso una poderosa influencia formal en nuestro gusto vanguardista, nunca podría equipararse a la perfección expresiva del arte europeo. Naturalmente, este juicio no ocultaba el superior empeño moral de un arte plásticamente perfecto: nadie, en ninguna otra tradición que no fuera la nuestra, había esculpido como Fidias o Donatello, ni nadie había pintado como Rafael o Velázquez, porque en definitiva en esta maestría se traducía la altura de un vuelo espiritual al que las otras tradiciones no habían podido aspirar.

La destrucción de nuestro gran mito estético ha sido lenta pero irreversible. La propia modernidad europea empezó a dinamitarlo al proclamar la subversión lingüística de los cánones tradicionales. En gran manera, sin embargo, la aventura vanguardista fue posible porque en el fondo de las aguas agitadas yacía la confianza inconmovible en la superioridad del arte clásico. Picasso podía provocar con su preferencia por la Venus de Willendorf porque estaba convencido de la potencia referencial de la Venus de Milo. La cultura europea podía fácilmente coquetear con lo exótico y lo primitivo porque suponía que tenía en su pasado el monopolio de la perfección artística gracias primero a Grecia y luego al Renacimiento.

Pero el argumento más inesperado y decisivo en la erradicación del principal mito estético de Occidente ha sido la irrupción ante nuestros ojos de obras de arte tan perfectas, al menos, como las nuestras, con la consiguiente ruptura de nuestra hipotética exclusiva sobre la expresión individual de la condición humana. Estas obras ya existían, obviamente, pero ahora las empezamos a ver de un modo muy distinto a como las veíamos o, mejor, a como nos habían explicado que las debíamos ver.

En mi desmitificación personal recuerdo la primera e impactante exposición El oro de los escitas, celebrada en Roma a finales de los setenta, que súbitamente supuso un desafío enorme a la historia canónica de la superioridad formal clásica. Al abandonar la soberbia exposición de los antiguos artífices escitas era inevitable comparar aquella perfección con la estatuaria romana a la que, como heredera de la griega, habíamos otorgado el estatuto de arquetipo. Nos sorprendió que los escitas fueran capaces de tan altos niveles de expresividad individual, lejos de los tópicos de arte primitivo u oriental. Luego nos sorprenderían igualmente los guerreros chinos de Xi'an, las maravillosa cabezas yoruba de Nigeria y tantos otros testigos mudos de nuestros presuntuosos sueños de perfección.

En esta apasionante historia de nuestro error merece un capítulo aparte el denominado arte precolombino, un gigantesco espectro para la culturalmente torpe potencia colonial que fue España. Al prejuicio europeo contra las artes no europeas se le sumaba aquí el legado del fanatismo católico, que se empeñó en ver un arte excepcional como un monstruoso mosaico de ídolos en los que se reflejaba, bien a las claras, la aberrante conducta de los indígenas vencidos.

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No recuerdo ninguna especial atención al arte prehispánico ni en el colegio ni en la universidad, y no creo que en la actualidad nada haya mejorado si debemos juzgar por el estado lamentable del Museo de América, en Madrid, una de las peores acumulaciones de objetos y desidias que conozco.

Tal vez por eso -por el prejuicio europeo y por el español, en particular, huérfano de cultura ilustrada- el viaje a México se convierte, para quien va con los ojos abiertos, en un descubrimiento artístico sensacional, no sólo por la inaudita riqueza de aquel arte que construía y coleccionaba "bárbaros ídolos", sino por su capacidad para competir, sin menoscabo alguno, con nuestros ídolos clásicos, a los que, frente a aquéllos, hemos considerado durante largo tiempo únicos dioses verdaderos. Esas figuras mexicanas, supervivientes al desastre colonial, esos bajorrelieves, esas imágenes rituales explican al hombre con la misma grandeza que los frisos del Partenón y con el mismo detalle cotidiano que los frescos de Pompeya. Esto, es cierto, era demasiado evidente para que fuera fácilmente aceptado.

Sin embargo, éste es el propósito, realmente conseguido, de la exposición Cuerpo y cosmos, que muestra en La Pedrera de Barcelona arte escultórico de México. Los organizadores han conseguido reunir una pequeña antología de piezas excepcionales que, a los ojos del espectador, tienen la virtud de presentarse como extremadamente cercanas y, al mismo tiempo, como universales. Un grado más en la gozosa demolición del mito estético europeo, demasiado envejecido ya, y en la superación de una barrera fastidiosa y fatídica que separaba férreamente lo exótico de lo nuestro.

En sus juegos, en sus luchas, en sus amoríos, criaturas de los sueños y de las pesadillas, pero sobre todo habitantes de horas parecidas a las nuestras, no hay duda de que estos ídolos que creíamos tan ajenos nos resultan, vistos de frente, extrañamente familiares. Cuerpo y cosmos presenta un pequeño pero precioso joyero de una cultura que demuestra que los hombres del maíz supieron esculpir sus alegrías y tragedias con la misma destreza que los hombres del trigo. Y que, por distintos que fueran sus rituales y concepciones, su arte no era menor.

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