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INTEGRISMO POLÍTICO EN EE UU / 6
Columna
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La versión española

La ultraderechización ideológica y política, propia del integrismo político, ha alcanzado de lleno, gracias a José María Aznar, a nuestro país, perturbando la joven estabilidad de su estructura democrática de partidos. Principal problema, ya desde la transición, fue el convivir de los españoles que exigía la aceptación unánime de las diversas fuerzas políticas. Lo que es preocupante porque, ya desde la transición, nuestro principal problema fue hacer posible la convivencia de los españoles, mediante la aceptación, por parte de todos, de las diversas fuerzas políticas existentes. Sólo así era posible construir un sistema que nos permitiera transitar desde la autocracia a la democracia y legitimar democráticamente al jefe de Estado que nos había impuesto Franco. Lo que exigía superar el enfrentamiento de la Guerra Civil y suscitar una derecha democrática.

El Contubernio de Múnich supuso una contribución fundamental para lograr el primer objetivo; el segundo fue resultado de un largo proceso, que duró dos décadas y acabó cuajando en lo que se llamó derecha civilizada. En ella convergieron los representantes de la derecha histórica prefranquista -José María Moutas, Antonio Melchor de las Heras, Germán Adánez, Joaquín Maldonado, Emilio Attard, Manuel García Atance, etcétera-, con José María Gil Robles a su cabeza, con los representantes de la derecha nacionalista de las grandes comunidades históricas. A ellos se unieron los jóvenes europeístas demócrata cristianos -Fernando Álvarez de Miranda, Íñigo Cavero, José Luis Ruiz Navarro, etcétera- y los monárquicos liberales de Unión Española -Vicente Piniés, Jaime Miralles, Juan Antonio Zulueta y Jaime García de Vinuesa, acompañados desde Barcelona por José Luis Milá y Antonio Senillosa-, capitaneados por Joaquín Satrústegui, los cuales, más tarde, coincidieron en ideología con los nuevos liberales de Joaquín Garrigues Walker en Madrid, con Joaquín Muñoz Peirats en Valencia, con Antonio Jiménez Blanco en Granada y con las Nuevas Generaciones que animaba Ignacio Camuñas. La Asociación Católica Nacional de Propagandistas aportó los nombres de Abelardo Algora, Marcelino Oreja, Landelino Lavilla, José Luis Álvarez, Gabriel Cañadas, muchos de ellos politizados en Los Tácitos. Todos ocuparon conjuntamente el espacio que va desde la derecha al centro, y en su casi totalidad se incorporaron a la UCD, a la que la existencia de la Alianza Popular de los Siete Magníficos y su fuerte olor franquista consagraron como centro. Sin ese perfil político hubiera sido muy difícil que las fuerzas de la izquierda histórica aceptasen sentarse con ellos en la misma mesa política.

El cumplimiento del propósito principal de la transición -dotar a España de un sistema político democrático que incluyera a Juan Carlos de Borbón y a los heredo-franquistas- y las ambiciones y rivalidades personales de sus líderes clausuraron el proyecto UCD y dieron paso al PP, más inclinado a la derecha, pero conservando las buenas maneras políticas y una cierta querencia del Centro. Que duró lo que el primer mandato de Aznar. A partir del año 2000, éste se instaló en la hosquedad y la arrogancia de los modos y en el reaccionarismo de los contenidos, propiciando una involución ideológica que nos devolvía a los tiempos del nacionalcatolicismo y alineaba al PP con la opción primigenia de Alianza Popular, tan próxima al populismo nacionalista de Berlusconi y sus socios. ¿El apoyo incondicional de Aznar a las posiciones bélicas de los halcones del Pentágono -Rumsfeld y Wolfowitz- y su total identificación con el ideario de Bush y de sus neocons son causa o consecuencia de esta involución? Seguramente de ambas. Pero lo que parece claro es que esta nueva versión del integrismo político, hostil a la Europa de los padres fundadores y a su modelo de sociedad, difícilmente podrá conseguir en España la mayoría -como acaba de comprobarse en las elecciones europeas- y empujará a la izquierda estatal y a las izquierdas periféricas hacia posiciones centristas para consolidar y aumentar su base electoral. Lo que si en una primera fase puede convenir a los socialistas al asegurarles un largo periodo de gobierno, no le conviene en absoluto a la democracia española, que reclama una convivencia con antagonismos, pero sin insultos ni agresiones, para que no se le amputen las escasas posibilidades que tiene de autocorrección y cambio. Digo, de progreso. Por precario e insatisfactorio que éste sea para quienes nos situamos en el horizonte de "otro mundo es posible".

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