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Profesor

Manuel Cruz

En contra de lo que podría parecer a primera vista desde fuera, quienes se dedican a la enseñanza -excepción hecha, claro está, de los especialistas en ciencias de la educación- no tienen por costumbre dedicarse a reflexionar acerca de la naturaleza de su actividad, del sentido profundo de su quehacer. Esta relativa ausencia de reflexión tiene que ver, desde luego, con muy diversos factores, a su vez de diferente tipo. De entre todos ellos yo quisiera hacer referencia en lo que sigue a uno solo: los variables vínculos que se establecen entre profesores y estudiantes, aspecto éste que constituye, sin duda, una de las dimensiones básicas del oficio de enseñar. Reparen, por favor, en el adjetivo "variables": probablemente resida aquí la causa más llamativa de esa específica opacidad con la que a los propios protagonistas se les presenta lo que hacen o, anticipando lo que se desarrollará a continuación, el hecho de que, si viven su profesión con la adecuada intensidad, ésta puede terminar revelándoseles como una genuina y estimulante caja de sorpresas.

A lo largo de la vida profesional de un docente probablemente quepa distinguir, desde el punto de vista que acabo de mencionar, tres momentos (con el inevitable grado de artificio que este tipo de distinciones siempre supone, claro está). El primer momento correspondería a los inicios de su andadura laboral. Enfrentado a sus estudiantes, suele ser frecuente que el profesor novel mantenga una actitud extremadamente atenta, casi tensa, fruto de la preocupación por estar a la altura de lo que supone que se espera de él. Lo más normal es que en sus clases no deje pregunta sin responder ni alusión por puntualizar: pudiéramos decir, utilizando el lenguaje deportivo, que pelea todas la bolas. Cuando, en un segundo momento, ese profesor ha ido ganando confianza en sí mismo, acostumbra a ocurrir que un día descubra, con alivio autosatisfecho, que se atreve a responder a una determinada pregunta con un sencillo "no tengo ni idea", y quedarse tan ancho. Es más, probablemente considere que, en el fondo, ese gesto expresa mejor que ningún otro el nivel alcanzado: puede permitirse, tomando ahora el préstamo del lenguaje taurino, ir sobrado.

Pero hay un tercer momento, que no puedo por menos que identificar con la madurez del profesor, en el que éste cae en la cuenta de la insuficiencia de los dos momentos anteriores o, mejor dicho, del profundo error en el que se basaban. En ambos actuaba pensando sólo en sí mismo, esto es, en la mejor manera de defenderse de un auditorio al que en última instancia consideraba como un tribunal que le estaba juzgando. Ahora, en cambio, descubre, por cambiar a un símil teatral, que, siendo él en gran medida el autor de la obra que se está representando, en modo alguno le corresponde el papel de protagonista. Toma conciencia de algo particularmente importante, a saber, que esos interlocutores que tiene delante son interlocutores que le necesitan, y se avergüenza de sus respuestas anteriores, especialmente de la segunda. Porque para el que le pregunta, la respuesta es fundamental: expresa una carencia que no cabe minusvalorar bajo ningún concepto. Me atrevería a afirmar, sin miedo alguno a la exageración, que en muchas preguntas al joven que las formula le va la vida.

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En cierto modo, podríamos decir que esta evolución corre paralela a la que, en el otro lado, mantienen los estudiantes en relación a sus profesores. Probablemente lo primero que a un alumno le llama la atención de su profesor sea el volumen de conocimientos que maneja. Todos hemos pasado por una primera fase en la que nuestros profesores favoritos eran aquellos que, a nuestros ojos, acreditaban mayor cantidad de información, desenvolviéndose en una problemática o en un periodo histórico con una soltura absoluta, con un conocimiento de las fuentes y de la literatura secundaria que nos parecía abrumador. Pero en un segundo momento, a medida que nosotros mismos íbamos familiarizándonos con tales textos, esta admiración inicial mudaba su signo. Ya no era tanto la cantidad de información acumulada como los planteamientos, los enfoques o las perspectivas que proyectaba sobre los datos lo que pasaba a resultarnos admirable. Si, por así decirlo, habíamos empezado admirando su conocimiento, lo que más apreciábamos en esta otra fase era su inteligencia.

Ahora bien, tampoco para un estudiante esta consideración constituye el definitivo episodio en su juicio del profesor. A menudo ocurre que el estudiante acaba introduciendo en esta última un elemento soslayado en los dos momentos anteriores. Se trata de un elemento que tarda en hacerse visible, para cuya identificación y reconocimiento se requiere una cierta experiencia, una cierta dosis o cantidad de vida a las espaldas -por eso, en ocasiones, el estudiante lo percibe muy tarde, incluso cuando ya ha dejado de serlo-. Me refiero a la veracidad, entendiendo por tal esa específica y particular manera en la que alguien vive aquello en que cree, interioriza aquello que opina o piensa. Para el estudiante esto significa: la manera en que su profesor, no sólo se involucra en lo que hace, sino que se pone en juego al hacerlo. La veracidad de éste constituye mucho más que la encarnación de una específica forma de sabiduría (la de quien ha asumido hasta sus últimas consecuencias el convencimiento de que las palabras fueron hechas para ser escuchadas, los textos para ser leídos y el conocimiento por entero para ser compartido por toda la humanidad): representa una forma de dar testimonio, con su propia existencia, del valor que otorga a aquello que enseña.

No estoy hablando, por tanto, de un dato objetivo, comparable al de la solvencia científica. Pero tampoco de un atributo de carácter, que lo pudiera allegar a una versión, más o menos difusa, de la idea de carisma. Si de alguna idea está próxima la veracidad es de la de autoridad. Como ella, ni se posee, ni se adquiere; se recibe de los demás, que la atribuyen a alguien en el ejercicio de su soberana libertad. Es algo que se activa en -y precisamente por- la relación con los interlocutores, y que se expresa a través de rasgos como la generosidad intelectual, la curiosidad insobornable, el entusiasmo permanente o el interés y la sensibilidad hacia las aportaciones ajenas. Rasgos discretos todos ellos (en las antípodas del engolamiento autosuficiente del erudito o de la banal pirotecnia del charlatán) y que, por añadidura, a menudo corren el peligro de ser malinterpretados (tomando el entusiasmo por ingenuidad, la curiosidad por eclecticismo cuando no por confusión teórica, y así sucesivamente). Quizá sea ésta una de las razones por las que no siempre resulta fácil identificar la veracidad y por la que, con frecuencia, hasta que uno mismo no está en la posición del docente no la aprecia en toda su magnitud.

De los profesores que se adornan con los rasgos o determinaciones indicados -los que son verdad, si se me permite la expresión- habría que predicar una cualificación especial, que los colocaría en otro nivel, en otro plano. Serían mucho más que profesionales competentes, magníficos expositores o investigadores de alto nivel. Habrían adquirido un rango que antaño merecía el calificativo de maestros, un calificativo que, no se me oculta, hoy tiende a sonar anacrónico. Aunque he de decir que a mí, francamente, no me desagrada tanto como a otros la palabra. Incluso al contrario. Encuentro que en ella se da una circunstancia entre curiosa y entrañable, la circunstancia de que la palabra más sencilla, la que históricamente se utilizó para describir la figura de quien acompañaba al niño en los primeros pasos de su aprendizaje, en su primer contacto con el mundo del saber (¿cómo olvidar la maravillosa composición de dicha figura llevada a cabo por Fernando Fernán-Gómez en La lengua de las mariposas?), sea también la que sirva para nombrar el mayor grado de excelencia que puede alcanzar quien se dedica al noble oficio de enseñar. Qué cosas tiene el lenguaje, ¿no?

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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