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Columna
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El cepo

A pesar de que nuestro saber común admite la abundante cosecha de pesar y adversidad a lo ancho del mundo, la desgracia sigue recibiéndose como una anomalía. Y una anomalía cada vez más dolorosa (e injusta) teniendo en cuenta las infinitas promesas de bienestar fácil e inmediato que ofrece la formidable producción del sistema. Complementariamente, la moral cristiana se funda en la búsqueda de una felicidad absoluta o pura y resultará una grave negligencia (o pecado mortal) abandonar la intención de conseguirla. ¿Qué ocurre, por tanto, a continuación? Que esta fuerte pugna, ansiosa y crónica, estropea la ocasión de ser felices: la tensión destruye la paz y la insatisfacción (o la inestabilidad) se convierte en el estado natural del tiempo.

Los orientales, a quienes tratamos de imitar en los restaurantes, las meditaciones y las salas de gimnasia, igualan la ataraxia a la dicha, y la expectación, por el contrario, a la desdicha. Pero, también, un activo humanismo de nuestro tiempo debería renunciar a la felicidad y asumir, a través de la solidaridad, la empatía o la simple lucidez, la permanente imperfección del mundo. De esta manera se zanjaría el infausto ejercicio de la auscultación interior tratando de verificar, casi sin tregua, si somos más o menos afortunados y respecto a quién o qué.

Esta exploración interior a la que estimula el marketing, la marca, la promoción del viaje o la cosmética, no deja el alma en sosiego y el posible disfrute del mundo se cambia por la neurosis. En realidad, nuestra felicidad occidental se ha visto siempre desplazada del momento presente, sea un poco hacia delante o un poco hacia atrás. Porque incluso cuando sentimos, en vivo y en directo, algunos episodios felices, los disfrutamos en cuanto relatos que obtienen simultáneamente un puesto en el recuerdo.

Las vacaciones que se inauguran estos días proporcionan su máxima cota de bienestar cuando se sueñan o proyectan, y sólo en aquellos momentos en que no se les exige una recompensa concreta. Pensar mucho en la felicidad es el modo más eficaz para ahuyentarla, mientras que olvidarse de ella es, quizás, el cepo más perfeccionado para acogerla.

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