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La ampliación al Este

La ampliación de la Unión Europea tuvo su solemnidad, fue subrayada por diversas celebraciones en antiguas fronteras de la guerra fría, pero da la impresión de no haber interesado demasiado en esta parte de Occidente. Hubo un día de ceremonias, de primeras planas, de gran atención en los medios, y después se pasó a otros temas. Flota por ahí, quizá, la idea de que una unión demasiado amplia pierde su fuerza, su contenido real. Dentro de la Unión empiezan a formarse alianzas regionales, líneas que podrían llamarse particulares, autónomas, lo cual indica que está menos unida de lo que parece. El hecho, sin embargo, es profundamente revolucionario: es una de las primeras consecuencias verdaderamente positivas, tangibles, del fin de la guerra fría y de la caída del muro de Berlín. Son países que pasaron del nazismo al estalinismo, que salieron de un sistema totalitario para caer en otro, y que ahora se incorporan de lleno, en forma libre, por decisión propia, a la organización de las democracias europeas. Nosotros podemos mirar el asunto con relativa indiferencia, desde nuestra comodidad o nuestra frivolidad, pero el asunto es serio. Cuando cayó el muro esperamos resultados rápidos que no se produjeron y que probablemente no se podían producir. No entendimos, como había que entenderlo de inmediato, que el ritmo de la historia no es igual al tiempo de las personas. Esto nos llevó a reemplazar un optimismo exagerado por un pesimismo que tampoco se justificaba. A pesar de las amenazas nuevas, de las fuerzas oscuras que han entrado en acción, de las campañas mal calculadas.

Hacia fines de los años sesenta, cuando el Chile de Eduardo Frei Montalva abría relaciones diplomáticas con los países comunistas de Europa del este, el ministro de Relaciones Exteriores de entonces, mi amigo Gabriel Valdés, me hizo el siguiente encargo, en mi condición de funcionario, y lo hizo con este curioso comentario previo: "Como tú eres medio rojo, ocúpate de organizar en el ministerio un departamento de Europa Oriental".

A pesar de que había viajado a un congreso en Cuba y de que solía reaccionar en forma parecida a lo que se llamaba en esos días un intelectual de izquierda, no creo que mis antecedentes fueran tan rojos como creía el ministro. Pero eran tiempos de apariencias, de modas políticas, de verbalización excesiva, cosas, todas, que terminaron mal, como ahora se sabe. En cualquier caso, emprendí la tarea con gran interés, con verdadero entusiasmo, leyendo todo lo que encontraba, conversando con los personajes que tenían algo que ver con el problema. Al poco tiempo, ya de jefe del nuevo departamento, me pasaba los días con el personal de las embajadas y con las variadas delegaciones que llegaban a cada rato de esos mundos. El embajador de Checoslovaquia, por ejemplo, me informaba a diario de los hechos que prepararon y que culminaron con la invasión de su país por las tropas del Pacto de Varsovia. Estuve a la salida de una audiencia, el día de la invasión, en ese final de agosto de 1968, en la que había llorado mientras le contaba los hechos al ministro, y después, en las semanas que siguieron, asistí con asombro a su transformación en un funcionario pétreo, silencioso, que sólo abría la boca para transmitir las consignas oficiales.

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Algo que siempre me sorprendió en la mayoría de esa gente que llegaba del Este al Chile de vísperas del allendismo, algo que en el primer momento no entendí y que después llegué a comprender, y me parece que en profundidad fueron sus simpatías y sus visibles preferencias en la política interna chilena. Ya se preparaban las elecciones decisivas del año 70 y se perfilaban las candidaturas de los tres tercios tradicionales de la política criolla: Jorge Alessandri, Radomiro Tomic y Salvador Allende. Lo normal habría sido que la gente oficial de cualquier país del bloque soviético simpatizara con Allende, pero al poco rato de conversación, a la segunda o tercera copa de vino o de vodka, la inclinación por la candidatura centrista, demócrata cristiana y en alguna medida social demócrata de Radomiro Tomic, salía a la superficie en forma casi siempre apasionada. Los más independientes con respecto a Moscú, yugoeslavos y rumanos, eran los que hablaban de un modo más explícito. Los demás europeos del Este se expresaban con algo más de prudencia, con disimulo, pero la conclusión era la misma. Después de las elecciones de septiembre de 1970, cuando Salvador Allende ya había asumido la presidencia, me encontré en La Habana en calidad de representante de Chile y estas conversaciones con la gente del Este se repetían en un balcón, en el medio de un jardín, en lugares que se suponían alejados de toda vigilancia. Las preguntas, claro está, habían cambiado. Ya no se trataba de si Allende o Tomic. Las preguntas, ahora, eran otras, insistentes, angustiadas: ¿era sectario el presidente Allende, actuaría con prudencia frente a los dogmatismos o seguiría Chile la misma desastrosa evolución que había seguido Cuba? El embajador de Belgrado, que provenía del mundo universitario y de las ciencias políticas, me decía durante una recepción ofrecida por la DDR: el mariscal Tito ni siquiera permitía que los barcos de Stalin fueran pintados en astilleros yugoeslavos. ¡El estalinismo, ni en pintura! Y tampoco, desde luego, en versiones caribeñas.

Ahora, después de las celebraciones de la ampliación, he pensado en toda esta larga historia de reflexión, de crítica, de aspiración profunda a la libertad, de emoción contenida y a veces de lágrimas imposibles de contener. Pero son países que encontraron su salida, después de todo, y todo está bien cuando termina bien. Hace algunos años, en Berlín, un poeta húngaro me habló de su cólera y hasta de su desesperación cuando sabía desde la cárcel, como preso político, de las recepciones con flores y con champagne a los intelectuales de Occidente que llegaban de visita a Budapest. ¡Qué historia tan difícil, tan endiablada! Y ahora me acabo de encontrar con una hispanista búlgara y me habló con ilusión de la espera de su país y de Rumania por incorporarse a la lista europea, por ser miembros de la Unión como los demás. No son temas menores, no son episodios secundarios, puramente formales. Si los entendemos así, es por culpa de nuestra desatención, de nuestra pereza intelectual. La profesora búlgara me cuenta que en la etapa anterior, antes de la salida del comunismo, un colega suyo encontró un ejemplar de la primera edición de mi libro sobre Cuba, Persona non grata, en la biblioteca municipal de un pueblo situado a unos ochenta kilómetros de Sofía, la capital. Ella, que no había tenido nunca un ejemplar en sus manos, viajó hasta esa biblioteca de provin-cia para consultarlo. Me dijo que estaba enormemente subrayado y anotado con lápices de diferentes colores. Le conté que mis impresiones cubanas, publicadas en diciembre de 1973 por la editorial de Carlos Barral, habían sido atribuidas por algunos críticos españoles y latinoamericanos a mi supuesta paranoia. Y le cité la frase de una carta de Guillermo Cabrera Infante: no hay delirio de persecución ahí donde la persecución es un delirio.

Ahora me digo que la evolución de Europa Oriental fue, entre otras cosas, y quizás antes que nada, un extraordinario fenómeno de cultura. Ellos, a diferencia de muchos de nosotros, se negaron desde el principio a comulgar con ruedas de carreta. Es una historia muy antigua, que viene incluso de antes de la Revolución de Octubre, y que en cierto modo ha culminado ahora. La decisión de Konrad Korseniowsky de escapar a mediados del siglo XIX de la Polonia dominada por el imperio ruso, decisión que lo condujo más tarde a transformarse en el escritor inglés Joseph Conrad, forma parte de toda esa línea histórica. En esos días de vísperas chilenas me tocó recibir a una numerosa delegación húngara. El que la presidía, el doctor Joseph Bognar, gran especialista en la obra de Honorato de Balzac, no podía, por una cuestión de temperamento, de formación, de respeto del pensamiento de la vieja Europa, ser un incondicional de los burócratas prosoviéticos. Uno hablaba de Rastignac, de Lucien de Rubempré, y se daba cuenta de inmediato. Carlos Marx había entendido a fondo a Balzac, pero esa lectura ya no era posible para gente como José Stalin, Leonidas Breznev o los gobernantes títeres de Checoslovaquia, Polonia, Bulgaria. Ahora, en estos días de la ampliación, me acuerdo con emoción de historias como la de Arthur London, Václav Havel o mis amigos polacos Yanek y Yolanda Osmancic. La disidencia comenzaba en la lectura, en la mente, en el análisis crítico de las situaciones, y terminaba en una ruptura inevitable. El húngaro que venía al Chile de las vísperas en representación de la Hungría llamada popular, pero que era un especialista en Balzac y un hombre ilustrado, de cultura democrática, cosa que no podía disimular. La gente como Arthur London, Václav Havel, o como mis amigos polacos Yanek y Yolanda Osmancic. Yanek Osmancic, que habría sido presidente de la Polonia libre, como me contaron amigos polacos, murió de agotamiento, en el fragor de una lucha política que no daba tregua. Y todos conocen la trayectoria de Václav Havel, la de algunos filósofos checos y húngaros, la de grandes poetas y dramaturgos de esos países. Es importante para nosotros no dejar pasar la ocasión: recordar y hacer nuestra autocrítica. Cuando hablaba un rato con esa gente, comprendía que sabían lo que era su mundo por dentro, en tanto que nosotros nos dejábamos guiar por las apariencias, por criterios superficiales. Yanek Osmancic, de regreso desde Madrid a Varsovia, paró en Barcelona y me dijo en un mesón de las Ramblas, a propósito de mi memoria cubana, en una conversación breve y conmovedora: tú sólo dijiste que el Rey andaba desnudo. Ya ven ustedes: qué diferencia con lo que en aquellos años se llamaba un intelectual de izquierda de Argentina, de España, de la ribera izquierda del río Sena. Sólo dije eso, y la verdad es que me alegro mucho de haberlo dicho, y pido excusas, pero me parece interesante contar estas cosas en estos días de ceremonia y de Unión Europea recién ampliada.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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