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Un rostro amable

José Luis Rodríguez Zapatero, flamante presidente del Gobierno español, tiene un rostro amable. Es un rostro dulce, tranquilizador, sorprendente y sorprendido; el del hijo que casi todas las madres querrían tener. Debería evitar su perenne sonrisa, que no parece falsa, pero deforma las comisuras a causa de un desafortunado accidente facial. Sonría el señor Zapatero con la mirada, más que con los labios, y se evitará cuchufletas y, lo que es más importante, un cierto deterioro de su imagen. La cara no es siempre espejo del alma ni a la edad de Zapatero se tiene siempre la cara que uno se merece; pero muchas veces, sí. Téngase en cuenta que con cierta frecuencia, el porte, el talante, y el mismo rostro, nos los ponen los demás. Gente a la que Zapatero no le caía bien, ahora le encuentra agradable y simpático incluso visto de espaldas. No es que mintieran o mientan. Puede ser la aureola del poder o que salga mucho en televisión, cosa esta última que a unos políticos les sienta como un tiro y a otros los ensalza; puede que sin desvanecerse su imagen conciliadora ("débil", diría Rajoy y su buena tropa) se haya desvanecido la impresión de su ineptitud para ejercer el mando. Y puede también que incluso a seguidores del PP les haya mordido la fatiga de tanto lenguaje bronco y copero como se gasta el partido de sus amores o sus adicciones. A la gente le gusta oír cosas bonitas y se extasía si además de se las cree. Hay tal déficit de afectividad en el conjunto social que cualquier gesto amoroso algo revivifica la sequedad del vacío.

Zapatero, presidente del Gobierno y rostro amable, perora y dice: "Un ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes". Tal es su credo, heredado de su abuelo el capitán Rodríguez Lozano, un hombre para el recuerdo; pues aquel bravo y noble militar escribió esas palabras en una carta a su familia, poco antes de que le fusilaran los sublevados contra la República. "Pero en adelante mi vida tendrá un sentido: el sentido del bien". Son las palabras finales de Ana Karenina. ¡Resonancias de Tolstoy en el Congreso español!

Zapatero ofrece un contraste brutal con Aznar. No invento nada, pero acaso no le damos a este dato la importancia que tiene. Rajoy y Acebes sí se la dan, aunque insensiblemente o por imperativo legal, se acercan cada día más a las maneras y modales de su fuente de inspiración. La simpatía es una cosa, pero gobernar es muy difícil, dice Rajoy, atribuyéndole un fiasco inexistente a la recién llegada ministra de Agricultura, en sus negociaciones con Bruselas. Dejando de lado la argucia, obsérvese ese intento de restarle valor a la simpatía de... Zapatero. Dado que el rostro amable no se puede imitar, pues es constitucional a la estructura de la personalidad, desvaloricémoslo. El señor Zapatero, a su vez, no podría parecer adusto y antipático aunque quisiera. Se le notaría la ficción. Firme, agresivo, sí puede que se muestre algún día, sin disfraz, pues eso no es incompatible con la mentada estructura de la personalidad. A Cristo se le vería la bondad incluso cuando echó mano del látigo para arrojar del templo a los mercaderes. Con lo cual no quiero decir que Aznar sea, comparado con Zapatero, un ser perverso. Le hemos visto derramar lágrimas en la televisión, delante de medio mundo; y no es hombre que abandone a sus leales. Parece que existe una afinidad personal entre él y Bush, más allá de los fines políticos, si bien sean estos causa o efecto, qué más da para el caso. También es cierto que la perversidad no está reñida con el sentimentalismo, pero eso, a la larga, lo delata el rostro, más actos concretos que se van filtrando. (Ví un documental en el que salía Stalin y nunca olvidaré la dureza, la perversidad y la inteligencia de aquella cara).

Pero sea Aznar sentimental, buen amigo, buen padre y marido, lo que le ha distinguido es su adustez, su agresividad, su irremediable "mala leche", producto tal vez de la inflexibilidad de una visión de España que le viene de lejos, de más lejos, supongo, de lo que alcanza el conocimiento de su árbol genealógico. Aunque altamente improbable, uno puede imaginarse a un Zapatero sesentón convertido al centralismo español más rancio. Lo que me parece impensable es un Aznar anciano y tan converso como Don Quijote en su lecho de muerte. El rostro amable de Zapatero es el de un hombre en el que predomina su solidaridad afectiva con la persona de carne y hueso; con la gente del barrio y con la del mundo. (Sin descartar que los imperativos políticos le induzcan a conductas reminiscentes del muy inteligente y muy cerdo Maquiavelo. No hemos dicho que el nuevo presidente del Gobierno es un santo, ni Dios quiera a un santo o a un filósofo en el cargo). En Aznar predomina la idea del Estado por encima del individuo. Tal vez crea que en "las repúblicas bien concertadas", los individuos son felices.

No sería mala idea en los albores del capitalismo ascendente y de la consolidación de los Estados modernos. Hoy está desfasada. Cumplido su ciclo, el individuo atomizado, impone a la vez su ley a los "atomizadores". Es un toma y daca que ya no se salda con nociones renacentistas, excepto quizás, entre los grandes países, en los Estados Unidos. El pro patria mori es medieval y eclesiástico. Qué se le va a hacer. Y qué se le va a hacer, sobre todo, en un país como España, donde tantas partes se denominan a sí mismas países o naciones, con lo que decir país o nación a secas conduce a confusiones que devolverían a la tumba a don Marcelino Menéndez y Pelayo. España es una entelequia incluso para los millones que la sienten hondamente. Es un vicio espiritual, un organismo sin carne y sin hueso. Extrañamente solidario, tal vez, si no se le exalta. Zapatero, con su rostro amable, acaso lo lleve a la extinción. Aunque con la visión bienintencionada, pero trágicamente errónea de Aznar y los suyos, la extinción es segura. Naturalmente, preferiría estar equivocado. Aunque lo preferiría sin gozo ni dolor, que el horno ya no está para bollos ni para poner pies en polvorosa.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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