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Columna
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Repetidores

Se agitan de nuevo las aguas de la reforma educativa. Pocas esperanzas, a la vista de lo que han dado de sí las anteriores. Se habla otra vez de suprimir la reválida, la religión y la repetición de curso. Las razones aducidas en cada caso las entiendo a medias. La reválida es un filtro; si se suprime, se aplaza a un momento ulterior, porque no todo va a ser cuesta abajo. La enseñanza es un derecho y un deber, pero también una etapa en el arduo camino de la subsistencia. No sé si es bueno acumular las contrariedades cuando a lo mejor ya es tarde.

Sobre la religión no tengo nada que añadir. Unos aducen en su favor que es parte de nuestra cultura y que quien no conoce el evangelio mal entenderá la pintura del renacimiento y el barroco. Lo mismo le pasará a quien desconozca el mito de Pasifae o no sepa cómo fueron las cosas en la batalla de San Romano. La ignorancia es fatal en los museos, efectivamente, pero no se resuelve con dos anécdotas que hasta el más lerdo conoce.

Ahora, lo que no me gusta nada es lo de no repetir curso. Y no tanto por razones pedagógicas, en las que no me meto, sino porque con esta medida desparece la entrañable figura del repetidor. En mi colegio los repetidores eran personas de sustancia: casos rabiosamente individuales en medio de la masificación, individuos marginados que aparecían de súbito arrastrando un pasado enigmático. O se habían portado muy mal o eran cortitos o habían sufrido una larga enfermedad; en los tres supuestos, personajes de indiscutible interés. Además, eran mayores; por lo general, sólo un año, pero a esas edades en un año pueden pasar cosas muy importantes. En el fondo, todos imaginábamos que el repetidor acababa de regresar de un viaje iniciático, maltrecho pero transformado, y sospechábamos que esta iniciación había tenido lugar en un burdel, donde el repetidor había entrado normal y había salido rebelde, tonto y enfermo, como no podía ser de otro modo. Por fortuna para él, sin embargo, la singularidad del repetidor duraba poco, entre otras razones, porque él no parecía darse cuenta de la curiosidad que despertaba y trataba de caer bien a todos, de hacer amigos y, en definitiva, de aprobar la asignatura más importante, es decir, la adaptación al medio.

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