La prehistoria del 'best seller'
Cuenta Gustaw Herling en Journal écrit la nuit (Gallimard, 1989), que el genial Gombrowicz se apostó con un tipo una fortuna imaginaria a que era capaz de escribir un folletín con el que complacer al 'lector plebeyo', alcanzando a lograr lo que él mismo denominaba "una buena novela mala para la masa", y con ella, claro, pingües beneficios.
Y vaya si lo escribió. Lo hizo de forma furtiva y bajo el seudónimo de Z. Niewieski, por entregas en dos diarios de Varsovia, desde el primer episodio, el 4 de junio de 1939, hasta los días 1, 2 y 3 de septiembre, invadida ya Polonia por el régimen nazi y forzado Gombrowicz al exilio argentino, cuando se publicaron los tres últimos, que permanecieron perdidos hasta 1986. En 1990 se publicó la novela completa por vez primera en polaco, reeditándose en 1994 en un tomo de Obras completas cuya traducción francesa parece dar origen a la que ahora saca a la luz Seix Barral para júbilo de los buenos lectores, a los que, dicho sea de paso, con la enrevesada información del volumen no les será fácil adivinar la verdadera historia textual de esta primera edición íntegra en castellano.
LOS HECHIZADOS
Witold Gombrowicz
Traducción de José Bianco, Víctor León y Ágata Orzeszek Sujak
Seix Barral. Barcelona, 2004
446 páginas. 11,56 euros
Aunque en realidad lo que importa es que, sin lugar a dudas, Gombrowicz ganó la apuesta, pues parece que damas ilustradas, taxistas y verduleras leyeron con pasión esta historia de enamorados con misterio de fondo, y con canchas de tenis, sueños, fenómenos sobrenaturales, lienzos de Jordaens, extrañas muertes, mitos de la cultura centroeuropea en la estela del de Drácula y aristocracias decadentes. ¿Respondía la redacción de Los hechizados a un arranque de genialidad solidaria con el lector de a pie?, ¿acaso a un modo de vindicar o exonerar la literatura de género, calumniada desde que las novelitas de caballerías le secaron el cerebro al Quijote?, ¿tal vez no fuera sino el reto profesional de un ambicioso escritor de élite que quiso también para sí el triunfo popular de los escribidores de café, salón y ateneo?, ¿o su apuesta ganadora atañe a una necesidad económica que le urge a ganarse al gran público, como le ocurrió con Santuario (1931) a un Faulkner a sueldo de Hollywood, o le sucedería a Nabokov, con el que su vida y su obra tanto tienen en común, al concebir Lolita (1955)? Sea como fuere, resulta palmario que el narrador polaco escribe aquí por el arte que inventaron los que el vulgar aplauso pretendieron. Urde una fábula de amor y de insufribles celos. La adereza con un decorado que tiene en el castillo de Myslocz un reflejo del Castillo de Otranto con el que Walpole inauguró la novela gótica, y con ella el relato de encantamientos y misterios parodiado de forma exquisita en Los hechizados, como parodiaría años después, en Pornografía (1960), la novela libertina decimonónica.
Todo un épateur, este Gombrowicz.
No contento con sus escarceos vanguardistas de Ferdydurke (1937), su obra maestra, ni con sus reiteradas provocaciones a la cultura hegemónica, el autor de Cosmos (1965) juega ahora a emular a aquellos viejos maestros del folletín que se saltaron a la torera la división de géneros con tal de esclavizar al lector: "Inagotable es el arte de combinar estilos, pero se reduce en el fondo a seducir a un hombre tras otro", anota en su Diario (1995). Su taimería es asombrosa. Concluye cada episodio con un párrafo que deja ansioso al lector hasta el episodio siguiente, construyendo la intriga en un ambiente fantástico que continúa el de muchos de sus relatos reunidos en Memorias de una época de inmadurez (1933). Los hechizados espera aún una versión cinematográfica de Polanski, seguramente el único que traduciría de forma exacta no tanto el goticismo de la narración -castillos, espiritistas, amores turbios y apariciones que habitan también el universo del realizador polaco- cuanto esa 'cultura del exceso, de lo pintoresco, del espíritu irónico y antirrealista' que, con más razón que un santo, encuentra Kundera (Los testamentos traicionados, Tusquets, 1994) en la obra de Gombrowicz, como en la de otros grandes del modernismo europeo, Kafka o Musil.
Con inequívoca voluntad de defensa e ilustración de la literatura de género (léase, si no, en Gombrowicz. Moi et mon double, Gallimard, 1996, página 1.213, la pregunta que se formula el autor: "¿La historia de la literatura...? De acuerdo. Pero ¿por qué sólo de la buena?"), de hacerle un sitio a la cultura popular entre la élite artística, prefigurando algunas actitudes de la literatura posmoderna, Gombrowicz, aquel polaco genial, trasterrado y universal, pergeñó Los hechizados como un fabricante diseña su producto en el laboratorio, dispuesto a que satisfaga a propios y extraños e inunde el mercado. Fue un feliz y disparatado experimento para la (pre)historia del best seller. La broma de un excéntrico contumaz. Y una lección de narrativa, de manejo de la trama, del tiempo del relato. Y una ocasión sin igual para perderle el respeto al maestro Gombrowicz, digámoslo con la misma sorna que él empleó, y asomarse a su poderosa obra desde la ventana de este espléndido y grotesco divertimento, cuya autoría Gombrowicz -travieso o arrepentido- tardó nada menos que treinta años en reconocer.
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