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¿Por qué nos interesa seguir juntos en el mismo tren?

Antón Costas

Hace dos meses Gabriel Tortella publicó en este diario un artículo con el provocativo título: ¿Quiere Cataluña bajarse del autobús?. Venía a sugerir, más que a demostrar, la tesis de que quizá los catalanes sólo han estado interesados en España mientras el Estado pudo reservar el mercado interior como coto vedado para la venta de los productos de la industria catalana, pero que, una vez España ha llegado a la parada de la Unión Europea, ahora quieren bajarse y seguir solos, para no tener que pagar el billete de la solidaridad al resto de Comunidades menos desarrolladas. Surge así la imagen de los catalanes como ricos, egoístas e interesados. Aunque no es nueva, esa visión reaparece ahora en el marco del resurgimiento del catalanismo federalista de Pasqual Maragall y del fortalecimiento del nacionalismo independentista de ERC.

Estamos ante una de esas visiones que pueden ser sostenidas de forma brillante por académicos, intelectuales o políticos sin necesidad de buscar algún tipo de prueba empírica que las confirme o descarte. Son visiones que, por otra parte, tienen gran atractivo para muchas personas inclinadas a las ideas sencillas que no requieran gran esfuerzo de reflexión y contraste.

Pero las elecciones generales del 14-M ofrecen datos reales para contrastar la tesis de Tortella. Con diferentes matices, la gran mayoría de los catalanes se sienten partícipes y responsables de la construcción del futuro común de todos los españoles. Un futuro sometido, de nuevo, a otra prueba dramática. ¿De qué otra forma se puede entender el fuerte aumento de participación ciudadana en las elecciones que decidían el Gobierno de España? Además, el lema del partido ganador de las elecciones en Cataluña, el PSC-PSOE de Maragall, fue: "Si gana Zapatero, gana Cataluña". A falta de otras pruebas, esos resultados parecen indicar de forma clara que Cataluña no quiere bajarse del autobús.

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Pero esos resultados sugieren también que a muchos catalanes les estaba siendo incómodo viajar en el autobús que guiaba José María Aznar. Lo mismo que les ocurre a otros muchos españoles (no debe ser causal que hayan sido las Comunidades Autónomas del artículo 151 de la Constitución donde mayor ha sido el aumento de la participación electoral). Comprender algunas de las razones de esta incomodidad es esencial para la "España plural" que ahora se propone construir José Luis Rodríguez Zapatero. Porque lo que muchos desean es encontrar buenas razones -al margen del miedo a ser "arrollado" si intentas apearte, con el que amenaza Tortella- para seguir viajando juntos en el mismo tren, ahora que la llegada a la "tierra prometida" de la Unión Europea podría hacer pensar a algunos que, como en el caso de Chequia y Eslovaquia, es posible separarse pacíficamente. Me detendré en algunas de las razones menos conocidas de ese malestar.

Coincidiendo en parte con el mandato de Aznar, en los últimos años se ha producido una profunda alteración de la geografía del poder económico y empresarial en España. La tendencia ha ido en la dirección de transferir poder de decisión empresarial desde las regiones industriales, especialmente Cataluña y País Vasco, hacia Madrid. En parte, este proceso ha tenido mucho que ver en la dinámica centralizadora asociada a los procesos de integración europea y globalización económica. Pero en gran parte ha sido alimentado e impulsado por las políticas del Gobierno de Aznar.

Por un lado, se ha tratado de restar poder económico y empresarial a las CC AA en un momento en el que el Estado de las Autonomías transfería poder político. Las privatizaciones, y las fusiones y adquisiciones, en las que participaron las empresas industriales y la banca pública, contribuyeron fuertemente a la deslocalización de sedes de empresas que antes estaban en Sevilla, Bilbao o Barcelona en beneficio de Madrid. Los organismos reguladores independientes vinculados a los procesos de liberalización han situado, sin excepción, sus sedes en Madrid, atrayendo hacia la capital todo el dinamismo empresarial vinculado a esos servicios. También se han situado en Madrid las sedes de organismos estatales autónomos relacionados con el gobierno de la economía, como la Agencia Tributaria o AENA. La política de infraestructuras de carreteras, ferroviarias, aeronáuticas e hidrológicas ha tenido un efecto similar, al fomentar que las sedes de las empresas constructoras se trasladaran a Madrid. Por otro lado, la política de hostigamiento y control de las Cajas de Ahorro ha estado orientada a restar poder económico a las administraciones autonómicas y a los dirigentes de esas instituciones.

Todo parece apuntar a que, en un momento en que el Estado de las Autonomías estaba transfiriendo la vieja administración pública y cierto poder político hacia las Comunidades Autónomas, las políticas vinculadas a la privatización, la liberalización y al nuevo gobierno regulador de la economía han buscado crear una nueva administración pública "independiente", pero centralizada, que neutralizase al poder político y económico de la "periferia". Una nueva administración muy recelosa de los poderes políticos autonómicos y con las élites empresariales regionales, y que ha tendido a identificar Estado con Madrid.

Pero lo que más sorprende del gobierno de la economía durante estos ocho años ha sido el desinterés de los Gobiernos de Aznar hacia la industria española. La decisión de suprimir el Ministerio de Industria nunca ha sido explicada. Tenemos ministerios relacionados con la agricultura, la pesca, la minería, la energía, las finanzas, el turismo o la construcción, pero no con la industria. La industria española, incluyendo los servicios avanzados a las empresas, quedó huérfana de aliento gubernamental en el momento en que más lo necesitaba. Este desinterés ha sido como una premonición de la fuerte caída de la productividad, del empleo industrial y de la deslocalización a los que ahora estamos asistiendo.

Se ha ido configurando de esa forma un modelo centralizado de crecimiento y de gobierno de la economía que asienta sus bases en los servicios tradicionales, en el turismo y en la construcción especulativa, más que en la industria y los servicios avanzados. Por así decirlo, es un modelo de estilo más latinoamericano que europeo, macrocefálico, con un Madrid que se parece cada vez más a México DF o al Gran Buenos Aires. Este modelo es insostenible, crea recelos y choca con la realidad de una España plural, no sólo en el ámbito lingüístico y cultural, sino también en el económico y empresarial, especialmente en aquellas comunidades con mayor tradición industrial y empresarial.

Es urgente formular un pacto de Estado que permita, por un lado, el fortalecimiento de nuestra industria y de los servicios avanzados a las empresas y, por otro, el cambio del modelo de gobierno centralizado de la economía que se ha impuesto estos últimos años. En el contexto de ese pacto es posible formular proyectos e iniciativas colectivas que nos hagan ver a todos los españoles por qué nos interesa seguir viajando juntos en el mismo tren; que nos hagan ver que nuestro futuro económico, la estabilidad política y la solidaridad interregional dependen de proyectos e iniciativas de interés común que podemos llevar a cabo si caminamos juntos y no cada uno por su lado. Pero para que esa nueva España plural sea creíble es importante que sepa implicar a aquellos que mejor encarnan esa pluralidad y que, a la vez, se produzcan de forma rápida algunos gestos y señales que permitan visualizar la descentralización del gobierno de la economía. Pienso que éste es uno de los retos más importantes y urgentes que tiene delante el nuevo presidente del Gobierno de España.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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