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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La primera vez

Emma Cohen tenía ocho años en 1954. Se levantaba e iba al colegio. Vivía en un piso del Eixample, largo y estrecho, donde su padre mantenía una consulta de abogado. Las niñas, Gloria, Nuria y Emma, no podían hacer mucho ruido. Por un lado el pasillo terminaba en la Via Laietana y por el otro en un patio muy amplio y con mucha luz. Las hermanas iban y venían de un extremo a otro. Nunca ocurrió nada. Iban creciendo y eso era todo. De la infancia suele brotar alguna herida. Cualquier abuso. Si no brotan desdichas casi es peor, porque reviene entonces el paraíso perdido y sangra de fresas salvajes y esplendor en la hierba el envejecido corazón. Unos pocos seres vuelven a su infancia tranquilamente. Un pasillo con zonas en penumbra, pero sin fantasmas. No sufrieron ni dejaron campanitas sonando. Estuvieron allí. Tocaba crecer. Así piensa el gorila y lleva mucha razón.

Era 1954. El colegio de la niñas Cohen estaba en los bajos de La Pedrera . Llegó un barco, el 'Semíramis'

El colegio de las niñas Cohen estaba en los bajos de La Pedrera y por su recuerdo pasa el mismo aire tranquilo. El colegio se llamaba Norma, que es un nombre simple y explícito, adecuado para su función. Siempre es mejor nombre para un colegio que para una niña, aunque catalana, redicha. Era en 1954 y Barcelona estaba entre dos huelgas de tranvías. Aquellas huelgas que fueron un prodigio de educación y de buenos modales. El único rincón real de la historia donde se constató, fuera del triste imaginario autosuficiente, una catalana manera de hacer. La gente no subió a los tranvías. ¡Ea! Eran latas peligrosas, destartaladas, y las autoridades anunciaron que subirían el billete. La gente respondió andando. Entonces las distancias eran más cortas, pero había más frío, más sabañones y menos coches privados. No subieron. Con toda educación, incluso con respeto al Invicto, pero no subieron. Es una lástima que participaran falangistas y no hubiese muertos y poco haya podido hacer con esta fastidiosa ausencia de héroes convenientes la literatura política.

En 1954, en abril, llegó un barco. Por desgracia no traía hombres rubios como la cerveza, sino andrajos. La niña Cohen no distinguía. Sólo había oído en el colegio y en casa que llegaba un barco y de cuando tocó puerto aún guarda la emoción. Sirenas lejanas que venían del fondo de su calle hasta el mar. Otro motivo de calma que el barco acabara llegando. En el Semíramis, de bandera griega, navegaban los últimos prisioneros de la División Azul. Poca cosa ya: 291. A veces la historia hace lo mismo con los hombres que con los arenques. Se cogía un arenque, se envolvía en papel de estraza, se metía en el quicio y se cerraba la puerta sin vacilar. Se oía un chasquido. Con este método la piel del arenque salía muy bien. El papel era para que no se manchase la puerta.

Cuando las niñas del colegio Norma sentían necesidades preguntaban: "¿Señorita, puedo ir al tocador?". No era ir con ningún hombre. Era el eufemismo de 1954. Entonces taparía a retrete. Como aseo taparía luego a servicio. Como lavabo a váter. Como baño a lavabo. Hasta hoy que nadie dice adónde va, cuando tantas veces podrían decir que van al museo. En la escatología se advierte un imparable proceso de adelgazamiento formal hasta el punto de que la gente acabará yéndose de la vida sin dar mayores explicaciones. Otros incidentes emocionantes del colegio Norma se sucedían a la hora del almuerzo, a media mañana. Cada día, al llegar, las niñas dejaban la comida que habían traído de casa en un carrito comunal y antes de salir al patio se procedía a su reparto. Era un momento delicado. La niña Cohen siempre llevaba un llonguet con una pieza de chocolate y eso era lo que había en el carrito. Pero dócilmente formada y atendiendo su turno ninguna mañana dejó de pensar que al cogerlo y abrirlo saldría una reluciente morcilla negra. O una perfumada longaniza. No pasó nunca. Pero cogía el llonguet, la onza de chocolate, se la comía y seguía en su tiempo.

En el 54 la calle aún estaba difícil. Por la tarde, una muchacha recogía a las niñas Cohen y las llevaba rápidamente a casa. Sin embargo, cuando llegó el buen tiempo y el día alargaba empezaron a quedarse un rato en el paseo de Gràcia, en la acera que iba entre las calles de Provença y Mallorca. La muchacha se sentaba con otras muchachas en un banco semi-Gaudí y las niñas en torno a ella. Con el paso de los días las niñas empezaron a alejarse por milímetros. Tardarían una semana en poner de por medio una baldosa. Era una lucha titánica, pero lo cierto es que cada tarde iban ganando terreno. Si empezaron a principios de abril, en mayo ya se habían alejado unos metros. Ahora lo ve y era como si el tiempo hubiese que ganárselo desplazando a pulso los dos pesados muros que lo flanqueaban. Las muchachas hablaban entre ellas y a veces las llamaban.

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Una tarde sucedió. Alguna pensó que era el momento. Vieron a un hombre que venía. Pero en el último momento una desfalleció. Volvieron al banco, donde las muchachas, asqueadas e irritadas. Sin casi hablarse las Cohen. Pero el sol aún estaba alto y las muchachas, distraídas, no apremiaban para volver a casa. Otro hombre venía. Se miraron. La desfallecida fue la primera en erguirse. Casi tropiezan entre ellas, pero lo cierto es que ahí estaban. Quietas delante del hombre y el hombre quieto. Una pequeña voz surgió del trío. "¿Tiene hora?".

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