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Cambios en el paisaje

Josep Maria Fradera

Una de las consecuencias de la insensata pirueta de Josep Lluís Carod Rovira es haber desplazado el eje del debate sobre el Estado autonómico hacia el único lugar que nada aporta al debate sobre la posición de Cataluña en la democracia española. El ex conseller en cap ha hecho la única cosa que no podía hacer. En política, un error de este calibre se paga caro, más todavía si quien lo comete no es capaz de comprender la dimensión moral del asunto. No obstante, y haciendo de la necesidad virtud, el único aspecto positivo de esta crisis política es lo mucho que revela sobre la cultura del nacionalismo en Cataluña, un punto que deberá ser objeto de análisis detenido. Sin embargo, otro tipo de cambios, quizás menos aparentes pero probablemente de más entidad, pueden pasar desapercibidos en el estrépito de estos días. Conviene sacarlos a colación para establecer, como mínimo, los contrapuntos lógicos de una situación tan esperpéntica.

Las modificaciones del escenario político, social y cultural catalán han sido muchas en los últimos veinte años. No obstante, dos factores entrelazados me parecen de particular significación para comprender el cambio de clima político reciente. Me refiero, en lo fundamental, a las relaciones entre al recambio generacional y los efectos culturales y psicológicos que veinte años de régimen autonómico amparan. Ocurre que ha llegado a la mayoría de edad política una generación entera de las clases medias, en sentido muy lato, condicionada en sus reflejos políticos, culturales y psicológicos por dos fenómenos de gran incidencia. Se trata de una generación ajena casi por completo al impacto emocional del franquismo tardío, muy imbuida, por el contrario, por el "internacionalismo" de hecho de las redes de intercambio y relación a escala europea y mundial.

Esta generación se está situando, por razones biológicas obvias, en el centro mismo de la vida social de Cataluña, con paralelismos fáciles de trazar en otras partes del país, en particular en los puntos más urbanizados y con mayor peso de los servicios. Sin truculencias innecesarias puede decirse que para esta generación la idea de España como mundo propio y casi exclusivo, como referencia esencial tanto en lo político como en lo psicológico, es sustancialmente ajena. En cualquier caso, el espacio español es ya tan sólo uno más de entre los que les son directa e inmediatamente accesibles. El impacto emocional y cultural de esta internacionalización irreversible fue capitalizado y estimulado, en aparente paradoja, desde el poder atonómico en los 23 años de nacionalismo conservador. Contra lo que en ocasiones suele decirse, el nacionalismo que gobernó Cataluña en las últimas dos décadas fue un proyecto político coherente que se definió siempre como "europeísta" para, de esta forma, aunar el doble mensaje de la "modernidad" capitalista más estricta con el viejo ideal catalán de ambiguo alejamiento de las limitaciones y las hipotecas del corral hispánico. A pesar de estas tentativas de capitalización desde arriba, el estado de espíritu al que nos estamos refiriendo va mucho más allá de algo fácilmente manipulable y en muchos aspectos no es ni siquiera funcional a una idea nacionalista fuerte. Pero es que, además, se trata de un cambio social que difícilmente se detendrá, puesto que sus motivaciones obedecen a cambios generales en la organización de los espacios de sociabilidad colectiva que desbordan la capacidad ordenadora de la política en sentido convencional.

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La internacionalización a la que me estoy refiriendo no es, en principio, una reacción contra nada ni una deliberada toma de posición para alejarse del pasado reciente. Se trata de la fuerza de las cosas, del éxito del espacio europeo y de la integración del mundo en las dos últimas décadas, de las estructuras crecientemente globales de la vida social y de la transmisión de la información. Tampoco sería muy inteligente caracterizar las actitudes de reivindicación de lo local de esta generación como de una reacción "parroquial", de oposición a la internacionalización o al desorden mundial, aunque en ocasiones pueda tener algo de ello. Como se ha destacado a menudo, estas franjas de las clases medias altamente educadas y conectadas son, a menudo, las más susceptibles a movilizarse por causas lejanas.

Este sesgo social pudo observarse en la composición de las manifestaciones contra la guerra de Irak o en el heterogéneo movimiento de la mal llamada antiglobalización, pero puede observarse también en la extraordinaria densidad de las organizaciones de solidaridad que pululan por toda Cataluña. Esta paradoja de una sociedad crecientemente local y resueltamente internacional es algo que merecería un análisis de mayor profundidad, pero de momento nos limitaremos a señalar que es un dato que se constata en la calle y en la vivacidad organizativa del tejido social.

El resultado de todo ello es claro. En estos mundos, España es una referencia más, el español como lengua comparte el estatuto de instrumento de relación y trabajo con el inglés, mientras que el catalán se expande paradójicamente como lengua de relación y expresión personal en paralelo a otros vehículos lingüísticos, favorecido a su vez por su recuperación en espacios públicos o semipúblicos donde su estatuto de lengua del país puede ser protegido políticamente. Quizás por esta razón, en Cataluña no tenemos una idea clara del estado de salud del catalán (una lengua, huelga decir, con una trayectoria casi única entre las minoritarias de Europa), porque las fronteras lingüísticas son tan deletéreas como las culturales.

El proceso que estamos describiendo no se detendrá por razones obvias. Tampoco está de más señalar que no existe ninguna corriente política capaz de capitalizar el élan cultural y psicológico de esta generación, porque son realidades que se mueven en planos distintos. Con todo, es verdad que es en estas franjas sociales donde cierto gusto por el riesgo "soberanista", por la idea de romper con las reglas del juego autonómico, encuentra un humus propicio para su desarrollo. Son expresiones políticas, en ocasiones muy ingenuas y, por lo tanto, fácilmente manipulables, que coexisten por definición con otras de signo distinto que impiden que ninguna de ellas se imponga con facilidad en un paisaje de la vida colectiva muy variado. No deja de ser, sin embargo, un tema de meditación interesante el hecho de que sociedades tan prósperas como la catalana engendren ilusiones que suponen romper la baraja, algo que tendría consecuencias difíciles de prever para cualquiera que no tenga las capacidades demiúrgicas de Josep Lluís Carod Rovira.

Estas variaciones en el paisaje social no se producen en el vacío, sino en el marco de un sistema autonómico que genera efectos todavía poco explorados. Es muy comprensible la exaltación gubernamental del diseño constitucional, de sus aspectos más unitarios en particular, pero no tiene sentido alguno sorprenderse o pretender ignorar algunas de sus consecuencias inesperadas a medio plazo. Una de ellas es más que evidente: la formación de 17 gobiernos autonómicos fortalece y fortalecerá de forma inevitable las identidades regionales que le sirven de fundamento. Parcialmente heredadas o genuinamente "inventadas", éstas no pueden dejar de desarrollarse, como sucede también en otros países con rudimentos descentralizadores, incluso en la posnapoleónica república vecina. El debate historiográfico reciente muestra que la construcción de los espacios nacionales se realizó en buena medida a través del reforzamiento de identidades regionales que, muy a menudo, no se les contraponían en absoluto. Que las identidades de pertenencia múltiples, no necesariamente contrapuestas, se instalen de nuevo en el centro de la esfera pública, como sucedía en las etapas formativas del Estado-nación del siglo XIX, es algo en sí mismo perfectamente previsible.

En el caso que nos ocupa, de una sociedad fuertemente diferenciada y con un alto sentido de continuidad histórica como la catalana, en la que el nacionalismo como tal ha formado parte de su propio proceso de diferenciación durante todo el siglo XX y que fue sometida a una agresión tan desmesurada durante el franquismo, es lógico que estos procesos maduren antes y alcancen una densidad superior. Pero así como el nacionalismo se inventó la falacia de una identidad única capaz de definir integralmente al sujeto social y condicionarlo, reproducir esta pretensión totalizadora no tendría ningún sentido ahora cuando la internacionalización de las referencias culturales de amplias capas sociales se está ensanchando de manera impresionante.

El debate actual sobre la nación y las naciones en España necesita desdramatizarse, en lógica correspondencia con el grado de desarrollo social alcanzado por el país. Esto sea dicho sin ninguna pretensión de emular al doctor Pangloss, porque las cosas siguen siendo altamente problemáticas en algunas partes de la piel de toro. Los aspectos que hemos considerado son meramente un ejercicio de reconocimiento de realidades que no tiene sentido alguno ocultar, aunque sus consecuencias a medio plazo todavía se nos escapen en muy buena parte. Sin embargo, disponemos de conocimientos adquiridos que pueden contribuir a separar el grano de la paja. Sabemos, por ejemplo, que la época del Estado-nación como espacio económico y, a su vez, marco político donde plasmar de forma casi exclusiva los derechos y obligaciones de los ciudadanos entró en su ocaso, tanto en Europa como en el resto del mundo, aunque, como es obvio, a un proceso de esta entidad no se le puede fijar calendario.

En la medida, entonces, en que estamos entrando en un largo proceso de revisión de los supuestos políticos de la vida colectiva, no tiene sentido jugar al Estado-nación. Es más, no tiene sentido ni para fosilizar los viejos marcos heredados ni lo tiene para "liberar" proyectos alternativos eternamente aplazados. El ciclo se ha cerrado para todos, aunque muchos no lo sepan o finjan no darse por aludidos. Sabemos, también, que las identidades de pertenencia están pasando por un largo proceso de redefinición, como no puede ser de otro modo si los individuos que las encarnan ven alteradas muy profundamente sus propias identidades al compás de los cambios en la red de relaciones sociales que los envuelven. Sin embargo, las identidades regionales, nacionales o supranacionales no deben ser la coartada para la apreciación de distinciones de cualidad en las sociedades humanas, el pálpito que late en el corazón de los nacionalismos que han sido y son. Si no conviene sacralizar el Estado-nación como única posibilidad política viable, tampoco conviene bajar la guardia frente a cualquier pretensión de establecer jerarquías odiosas en los derechos individuales o colectivos en función de la pertenencia de grupo. Al hilo de los acontecimientos recientes, esta advertencia genérica adquiere una importancia que no es necesario enfatizar.

Josep M. Fradera es catedrático de Historia Contemporánea en laUniversitat Pompeu Fabra.

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