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Columna
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Tirar de la manta

Quiero reconocerle una contribución, un lado bueno, a la reciente pastoral de los obispos. Ha conseguido en unas pocas líneas, con unas cuantas frases, proporcionar a la sociedad española la ilustración más perfecta, la prueba más concluyente de los beneficios de la laicidad. De lo que ganamos manteniendo a la iglesia en su sitio, esto es, lo más alejada posible de los asuntos del Estado, de la cosa pública. Quien no lo tuviera claro puede ahora, con la colaboración de la Conferencia Episcopal, verlo meridiano. Y es de agradecer, sobre todo en una semana en que la Asamblea Nacional francesa está debatiendo la ley del velo.

Tirar del velo está siendo para nuestros vecinos como tirar de la manta; en el sentido más gráfico un revelado social. Pero algunos de los rasgos de la fotografía que el debate sobre la laicidad está haciendo emerger no son privativos de la sociedad francesa, también nos representan (o lo harán muy pronto) y nos conciernen y nos preocupan. Desde esa vecindad apunto hoy algunas reflexiones (que son mayormente apoyo) sobre o a partir de esa ley destinada a prohibir el velo, y otros signos religiosos ostensibles, en el interior de las escuelas públicas:

La identidad y la tradición culturales son una de las coartadas predilectas, uno de los refugios favoritos del sexismo discriminador, cuando no de la violencia ejercida contra las mujeres. Hay quien llama cultura a cualquier cosa, también a despeñar una cabra durante unas fiestas patronales. También a mutilar, de cuerpo o de mente, a una niña.

El velo tendrá mucha tela y muchas vueltas, pero entiendo que es fundamentalmente un signo de opresión de las mujeres. A menudo, un burka en miniatura, reducido a su más esencial expresión. La mayoría de las niñas que van, en Francia, veladas de casa a la escuela son las mismas que van privadas desde casa de la libertad de hacer gimnasia, de jugar en el patio de recreo mixto, de seguir determinadas clases de ciencias naturales, de ir a nadar a una piscina pública (con las huellas y consecuencias previsibles).

Lo que ha destapado este debate, o viceversa, lo que lo ha provocado es la existencia en Francia de barrios sin ley, o de barrios que se rigen ya por normas propias, que ningún parlamento ha votado, que ninguna institución pública controla. Guetos de islamización radical y forzosa donde mujeres francesas -es decir, ciudadanos europeos- viven sometidas a códigos discriminatorios importados, los mismos que rechazamos en Afganistán, Arabia Saudita o Irak. El movimiento Ni putas ni sometidas lo ha denunciado alto y claro, y con lujo de testimonios probatorios. Entiendo que es obligación de los poderes públicos responder a este tipo de situaciones aberrantes, y resolverlas; y que la ley francesa del velo encaja tanto en la obligación como en la respuesta.

Y también resulta evidente que el velo es sólo la punta del iceberg de otras fracturas sociales que requieren más y más integrales soluciones. En el origen de muchos extremismos están la discriminación, el abandono educativo y asistencial, la precariedad del entorno vital, la flagrante desigualdad de oportunidades de los nietos de quienes en su día fueron inmigrantes de otras culturas. Lo que le pasa hoy a Francia es en más de un sentido la desembocadura de una integración mal enfocada y/o mal resuelta. España está en otra fase, como quien dice a tiempo de juntar debates; de evitar errores, de contrastar experiencias.

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Pero no quiero terminar sin entrar, aunque sea en apunte, en el segundo fondo del asunto. El ámbito de aplicación de esa nueva ley es, estrictamente, la escuela. Y me pregunto por qué si aceptamos, aquí y allá y sin rechistar, imposiciones indumentarias en cualquier parte - de arriba abajo en las piscinas, terrenos deportivos, restaurantes o espectáculos- nos cuesta tanto reconocerle a la escuela el derecho a fijar las suyas. Y con la respuesta me temo lo peor. Que a la escuela, de puro irreconocible, ya no le reconocemos nada. Ni siquiera eso.

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