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Columna
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Hablar se escribe con hache

Soledad Gallego-Díaz

La ortografía no hace al genio, pero se le suele pedir a los escritores que no cometan grandes atropellos con ella. Muchos ciudadanos, supongo, se irritan al ver faltas de ortografía en vallas publicitarias. Por ejemplo, una cadena de tiendas de telefonía móvil utiliza como reclamo intencionado "te abla", que cuelga, llamativamente, en muchas calles de la ciudad. Del mismo modo que para protestar por este atropello no hace falta ser abonado de la competencia, tampoco haría falta ser socio de partido político alguno para irritarse ante la deshonestidad, la marrullería y la trampa que se han instalado en este país como instrumentos del funcionamiento de los poderes públicos. Es posible que ser honesto no haga a un político, pero, desde luego, ser deshonesto debería inhabilitar a alguien para dedicarse a la función pública.

Lo más sorprendente es que la actitud tramposa se ha instalado con normalidad, casi se diría que con profesionalidad, en la vida política española. Probablemente todo lo que sucede ahora es posible porque los ciudadanos hemos creído durante demasiado tiempo que las faltas de ortografía podían disculparse en razón de la ideología. Pero no es lo mismo cambiar un acento que suprimir una hache y lo cierto es que llevamos mucho tiempo sin ver ni tan siquiera una uve bien puesta entre quienes administran el poder.

La cuestión es que está a punto de empezar una campaña electoral y que ya todos damos por supuesto que los medios de comunicación de propiedad pública van a estar al servicio de quien los controle políticamente. Y si se hiciera una encuesta, un porcentaje elevado de ciudadanos diría que eso es así, que va a seguir siendo siempre así y que pasa en todas partes.

Pues no es cierto. No pasa en todas partes. No pasa en Alemania, no pasa en Francia, no pasa en Gran Bretaña y no pasa en EE UU, donde existe una televisión pública pequeña, pero de una gran independencia profesional. Y no pasa en los países nórdicos ni en Holanda o en Bélgica. Es decir, lo que sucede en los medios públicos de comunicación en España no ocurre en la inmensa mayoría de los países civilizados del mundo.

Fernando Savater llama "malversación de la función pública" la utilización que hace el PNV de las capacidades del Gobierno vasco, incluida la televisión. Es aplicable, en grado sumo, al PP respecto a TVE. La descripción es perfecta: las autoridades cometen un delito cuando consienten que se sustraigan efectos públicos que tienen a su cargo. Y la utilización sectaria de un medio de comunicación estatal equivale al robo de un bien público.

No se comprende por qué los españoles sonreímos cuando lo comentamos entre nosotros. ¿Nos reímos acaso cuando sabemos que un político ha hecho gestiones con varios ministros a favor de los negocios de su familia?, ¿nos parece irrelevante que el fiscal Anticorrupción abra una investigación al inspector jefe de una Agencia Tributaria por blindar a algunos contribuyentes? ¿Por qué entonces nos parece una broma que la televisión pública promueva descaradamente al PP? ¿Porque nos da igual que no hayan existido debates televisados sobre la posición del Gobierno en la crisis de Irak o que se siga dando la impresión, totalmente falsa, de que la ONU apoyó la intervención norteamericana en aquel conflicto? ¿Porque nos parece gracioso que los últimos debates dirigidos por Alfredo Urdaci en La 2 hayan tratado sobre "La salud de la pareja", "Arte en los fogones", "La Ley del menor" y "El incivismo" (con la participación de un arqueólogo, un pintor, un académico, una profesora de la Universidad de Navarra, un gerente de transportes y la presidenta de Cáritas)?

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La inmensa mayoría de los profesionales de las televisiones públicas son buenos especialistas que saben perfectamente que hablar y honestidad se escriben con hache, así que lo que sucede es consecuencia simplemente de decisiones políticas. (Eso sí, llevadas a cabo por un pequeño grupo de profesionales dispuestos a profesionalizar la trampa). Los españoles contemplamos todo esto con una gran apatía cívica. ¿Quizás somos capaces de reconocer la verdad, pero, como decía alguien, creemos que hay algunas tan evidentes que es imposible hacerlas penetrar en el cerebro? solg@elpais.es

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