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IDA y VUELTA
Columna
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Viajes con mi cuñado

¿Qué mantiene a los aviones en el aire? Por lo visto, no existe una respuesta válida sencilla. Aunque la explicación más común dice que el aire viaja más rápido sobre la superficie más curvada de la parte superior del ala que sobre la parte inferior, mucho más plana, lo cierto es que esa explicación, aunque veraz, no explica realmente por qué el aire que fluye sobre el ala se mueve más rápidamente. Y el no saber esto causa una gran confusión. En realidad, nadie sabe por qué podemos volar, nadie.

Cuando me enteré de esto, me encontraba precisamente viajando en un avión y, claro está, quedé horripilado. Nada me habría ocurrido de haberme enterado en tierra, pero estaba metido en un avión, volando con una amable tripulación que me sonreía y me ofrecía caramelos y toallitas, pero que no podían esconder en sus caras su ignorancia acerca de por qué siempre que volamos nos mantenemos ahí arriba. Traté de olvidarme del asunto y hasta inicié una siesta, pero de pronto quedé desvelado para el resto del viaje cuando caí en la cuenta de que si nadie sabía por qué nos manteníamos ahí arriba, menos aún sabrían decirme por qué, por ejemplo, un avión podía volar boca abajo.

Unas semanas después, le preguntaba yo a mi cuñado, que es ingeniero aeronáutico, cómo desvía el ala el aire hacia abajo cuando el avión baja peligrosamente en picado, y él se limitaba a decirme que en realidad es una cantidad formidable de aire que se succiona desde la parte superior. Si en realidad yo no sabía muy bien lo que le había preguntado, menos aún podía comprender lo que él me había contestado. No entendí nada de la explicación, y no le habría dicho nada más de no ser porque en aquel momento el avión -mi cuñado y yo íbamos en avión cuando le hice esa pregunta- hizo un giro raro y a poco estuvo de ponerse a volar hacia abajo. Mi cara de espanto fue tan grande que la vio perfectamente mi cuñado, que me dijo con voz tranquila: "No te inquietes, parece ser que el ala dobla el aire hacia abajo, eso es todo". Tuve que decirle que no había entendido nada de lo que me había dicho. "Yo tampoco", me dijo, "pero es mejor esto a que te diga algo razonable".

Unos días después, volando hacia Madrid con mi cuñado -últimamente vuelo mucho con mi cuñado, que trabaja en una compañía aérea y me consigue vuelos muy baratos, a veces gratuitos; aprovechamos para hablar de todo; es un encanto mi cuñado, desde ahí va un abrazo-, el avión entró en una zona de turbulencias que en un momento dado me pareció que habían dejado de ser turbulencias para ser directamente la muerte. Los segundos que pasaron antes de que me decidiera -será mejor decir que me atreviera- a preguntarle a mi cuñado por la verdad fueron interminables. Si finalmente le pregunté fue por qué, a pesar de los notables bandazos que daba el avión, veía a mi cuñado insultantemente tranquilo. "Yo he colaborado en la construcción de este avión", me dijo de pronto con una serenidad socrática, "y sé que nos puede pasar de todo porque lo hicimos con los pies. Pero precisamente por eso tengo una ciega confianza en que no caerá, del mismo modo que no hay explicación válida sencilla a por qué nos mantenemos ahí arriba y eso es lo que precisamente hace que no caigan los aviones. Si tuviéramos una explicación perfecta, estoy seguro de que caerían todos".

Probablemente no iba desencaminado. El avión, a pesar de dos terribles y últimos bandazos más, no cayó. Era como si al avión le encantara que aún nadie hubiera descifrado su misterio, aquel enigmático mantenerse ahí arriba. Y, claro está, por eso nos perdonaba la vida.

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