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VISTO / OÍDO
Columna
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Nuestro tiempo

Hice el tránsito con otros dos octogenarios: nos trataban con relativo respeto y un poco de fastidio, porque un anciano es una rémora. Y un "espejo oscuro", que decía ¿San Agustín?, donde verse a sí mismos un poco más allá. El tiempo existe. Curiosos personajes, los filósofos: nos niegan la evidencia, nos imponen lo que no existe. O lo limitan con pequeñas formulas T=V*E (¿es así?). Para apreciarlo mejor, lo dividimos. Divide y vencerás: mentira. Vence él. Por muchos papas y generales que hayan querido meterlo en canjilones (gregoriano, juliano) y muchas religiones que cuenten según sus leyendas, el tiempo es un continuum que partimos por darnos facilidades: particiones de la psicología humana, con arreglo a nuestra capacidad de medir y contar, que es tan limitada como la de ver y oír. Vemos, pero no lo demasiado lento ni lo demasiado rápido, ni lo demasiado grande ni lo demasiado pequeño; ni lo muy cercano ni lo muy lejano. El oído tiene las mismas limitaciones: las carreras, asaltos, cópulas y partos de los microbios. Y las velocidades son distintas, más veloces la de la vista que las sonoras.

No caigamos en las trampas. Lo positivo es esto: el tiempo existe, las fuerzas fijan plazos, como los contratos y los pactos; huesos y músculos, órganos y sentidos van cambiando. El tiempo, del que se dijo que era una abstracción en la mente de Dios, vaya tontería gorda, lo manejamos con estas facilidades de días y meses y años. Se despeñó un año y seguimos hablando: año bueno, año malo; el teatro ha ido peor o mejor, y el cine; el mundo que conocimos era mejor o peor, y mejores o peores nosotros mismos, por ser más jóvenes. Y yo, que siempre creo que el continuum devora a sus hijos, pero los hijos lo van haciendo cada vez mejor en el mundo en el que se tienen otras cosas como pasa en otros, en la perentoria necesidad de comer y en el acoplamiento de unos con otros, que son la principal angustia y la principal satisfacción de los mayores núcleos humanos, creo que todo era un poco peor entonces, cuando los tres octogenarios éramos amigos y éramos amados.

También recuerdo de cuántos dolores nos podríamos contar unos a otros. Dolores de los de verdad, no los que nos contamos ahora; el del costado, las piernas saltarinas o anquilosadas, el poco de azúcar en el análisis o las rodillas, fastidiosas rodillas de los que vivíamos sentados, no corríamos jamás, fumábamos y bebíamos, y somos más longevos que los deportistas.

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