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Columna
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Olvidos

El XXV Aniversario de la aprobación en referéndum de la Constitución española ha desatado saludables fervores constitucionalistas pero también amnesias espectaculares. Todos se felicitan por la paz y la felicidad que habría propiciado el texto milagroso en estos veinticinco años. Ni siquiera faltan los que se quejan amargamente de que alguien les ha robado el mes de abril y se ha apropiado indebidamente de la joya. Hasta los menos proclives al entusiasmo constitucional dan lecciones de probidad, sentido de la historia y responsabilidad ante la hazaña de que esta Constitución haya durado tanto en comparación con el resto de cartas magnas medianamente decentes que el país tuvo.

Hay acuerdo casi general de congratulación con lo bien que ha ido todo y apenas nadie se atreve a hablar de lo que también sucedió, pues si la alegría de hoy se corresponde con la evaluación positiva a distancia de lo que entonces se hizo, y ésta lo legitima, no es menos cierto que silenciar determinadas circunstancias, pasar por alto detalles cruciales que también explican por qué acabamos conformándonos con tan poco, induce a hacer creer que las buenas constituciones sólo nacen de felices idilios políticos a los que llaman consenso, y no es más que un argumento para sacralizar como inamovible lo que acaba no teniendo sentido ni valor si no se adapta al transcurrir de los tiempos.

La Constitución española de 1978, esa o cualquier otra que se tuviese que adoptar para salir de la dictadura de Franco (y ahora se ve claro, que de un modo u otro, antes o después, España hubiera tenido que ir a una democracia, porque la Europa occidental ya entonces era impensable sin democracias generalizadas) se negoció y redactó con handicaps de salida y en un clima de vigilancia intensiva de determinados poderes fácticos del régimen anterior. Entre los primeros, los trágalas contenidos en la Ley para la Reforma Política (LRP) que en 1976 hizo aprobar el presidente Suárez en referéndum, y que, al obtener un respaldo tan abultado de la ciudadanía consultada contra el criterio abstencionista de las izquierdas emergentes y el no de algunos sectores involucionistas y/o revolucionarios, dio fuerza al reformismo franquista, por una parte, frente al núcleo duro del sistema, para liderar el cambio político, y, por otra, frente a la fragmentada oposición democrática, para privilegiar allí a algunas siglas con las que llevar a cabo la plasmación de los compromisos escritos en la LRP y servir juntos de receptores y garantes de los pactos no escritos procedentes de los poderes fácticos (oligarquía, ejército e iglesia católica, fundamentalmente). Las elecciones debían despejar la incógnita de a quién se encomendaba el mandato. Afortunadamente para la variopinta coalición que Suárez logró reunir en torno suyo (franquistas reformistas, católicos conservadores, monárquicos, liberales, socialdemócratas, hombres de empresa, funcionarios, oportunistas, alcaldes franquistas... incluso algunos hombres de la oposición demócrata moderada al franquismo, etc., etc.,) las elecciones que nunca se quisieron como constituyentes arrojaron unos resultados que podían salvar los muebles (entre aquella coalición, UCD, y un partido reconstruido aprisa y corriendo en la mayor parte del Estado, el PSOE, lograron sumar 272 de los 350 escaños del Congreso, mientras la UCD se convertía en primera fuerza -106 senadores- también en el Senado). Lo demás, es lo que se cuenta estos días.

Vicent.franch@eresmas.net

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