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El declive de las enseñanzas jurídicas

Pablo Salvador Coderch

Nunca antes ha habido tanta demanda de buenos profesionales del derecho: los buenos juristas pueden ganarse la vida de forma espléndida y envidiada. Paradójicamente, los estudios universitarios de derecho declinan sin cesar. Hace cinco años había en España 200.000 estudiantes de licenciatura, pero el curso pasado eran 125.000. Algunas facultades, fundadas en el ínterin, cuentan a sus escasas docenas de matriculados en el primer curso de la licenciatura con entristecida facilidad. ¿Qué está pasando?

La respuesta no es que menos jóvenes demandan estudios universitarios, pues el número de estudiantes de todas las carreras permanece estable desde hace unos 10 años: 1.500.000. Acaso los demás estudios se estancan, pero nosotros nos venimos abajo. Hay que explicar a la gente las razones del declive relativo de los estudios universitarios de derecho y si quienes nos dedicamos a su enseñanza no intentamos hacerlo, no sé cómo podremos mirar a la cara del contribuyente que paga nuestros sueldos. En enero de este año, éramos más de 3.000 profesores funcionarios en las áreas de conocimiento del derecho. Nunca habíamos sido tantos. Tampoco nunca había sido tan importante el derecho mismo, que ordena nuestra vida desde antes de nacer hasta más allá de la muerte y sin cuyo conocimiento ninguna organización medianamente importante puede subsistir.

En las universidades la carrera de derecho es un fósil, con programas fiscalizados y control de acceso a las cátedras

Hay una primera y antigua respuesta: el Estado y el mercado demandan profesionales que las facultades de derecho no han ofrecido jamás. Los juristas españoles de élite -notarios, registradores, jueces, fiscales, abogados del Estado- siempre se han formado fuera de las facultades, finalizada la licenciatura, en una dura oposición. Por su parte, las empresas prestadoras de servicios legales buscan gente cada vez más preparada y madura. Los buenos litigadores individuales son activistas intuitivos, cuyas habilidades parcialmente innatas se forjan en el día a día del ejercicio de una profesión admirable.

Una segunda respuesta es que se han ido abriendo muchas brechas en el monopolio de los juristas sobre ciertas profesiones: ya hace muchos años que muchos opositores triunfantes a inspectores de Hacienda no son abogados, sino licenciados en otras carreras. En Francia, bastantes profesores de segunda enseñanza acceden a la carrera judicial tras haber aprobado un examen de derecho, pero sin necesidad de toda una licenciatura en leyes. En España, la carrera de derecho era una especie de college universal que ofrecía una educación muy versátil y apreciada por gestores públicos y privados. Hoy, otras licenciaturas, como administración de empresas, compiten con los juristas en la oferta de educación universitaria fácil y polivalente.

En tercer lugar, la carrera de derecho es un fósil. En las facultades, una docena larga de "áreas del conocimiento", cristalizadas por decreto, fiscalizan los programas docentes, controlan el acceso a las cátedras y pontifican sobre qué es investigar en cada área. Hace unas semanas, un ilustre procesalista de Madrid ponía a caer de un burro a la ANECA, la agencia estatal de evaluación de la calidad y acreditación, calificándola de "disparate totalitario". Dejando a un lado la escoria de improperios que desbarataba su alegato, venía a defender que la investigación jurídica debe ser individual y no de equipo; local y no internacional -¡qué inventen ellos, caramba!-; examinada en casa y ajena a todo procedimiento de evaluación externa y anónima (peers review). Así las cosas, el innegable declive es to- do menos asombroso.

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El sociólogo Víctor Pérez Díazha escrito que dos adjetivos caracterizan a la Universidad española contemporánea: estatal y gremial. La izquierda, cuando gobierna, acentúa el carácter estatal y entrega nuestra pobre Universidad a los funcionarios que trabajan en ella; cuando lo hace la derecha, los gremios -las áreas- salen reforzados. Haría falta un auténtico estadista para plantar cara a los funcionarios, dinamitar los decretos de áreas y liberalizar planes de estudio y ofertas curriculares.

Pero los juristas universitarios catalanes podríamos remediar la decadencia relativa de nuestro oficio con la sencillez de la audacia. Tres ideas viables:

Primera, hay que fundar una facultad de Derecho de tercer ciclo. Derecho se puede enseñar muy bien en sólo tres años -así sucede en Estados Unidos- siempre que se ofrezca sólo a licenciados en otras carreras. Para un profesor ambicioso, afrontar el reto cotidiano de impartir clase a químicos, a biólogos, a economistas o a historiadores que están a la que salta resulta estimulante. Permítanme una predicción: si esto no lo hace el poder público, pronto lo hará el sector privado. La única duda es dónde.

Segunda, hay que coordinar un gran doctorado interuniversitario e internacional en derecho, impartido tanto o más en inglés que en catalán o castellano -si no pudiera ser, valga la blasfemia, que la primera lengua fueran las matemáticas-. No sé si alcanza para muchos más, pero estoy seguro de que Cataluña da para un buen doctorado en derecho.

Tercera, hay que potenciar las dobles licenciaturas. Derecho es la carrera para disfrutar el ingreso en la madurez mental, es la oferta fascinante a todo joven licenciado que ambicione influir en su comunidad con propuestas fundadas en saberes que antes aprendió en otra licenciatura y que ahora defiende articular en reglas de derecho, en las leyes que definen a nuestra sociedad democrática.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la UPF.

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