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Mercado

Descentralización y progresividad fiscal

EL MISMO AÑO en que se aprueba la Constitución se inicia una adaptación de la principal figura impositiva del ordenamiento tributario español, el impuesto sobre la renta. Pocos pagaban impuestos entonces, y poco era lo que pagaban quienes lo hacían. La presión fiscal en 1978 era del 23,6% del PIB. El año pasado, esa relación entre los ingresos impositivos y el valor de la producción nacional de bienes y servicios superó el 35%, aunque sigue siendo una de las más bajas del conjunto de la UE. En este cuarto de siglo, el sistema tributario español ha experimentado transformaciones de gran significación, siendo la extensión del número de contribuyentes y la capacidad recaudatoria dos de las más destacadas; la tercera es, obviamente, el grado de descentralización fiscal alcanzado en este tiempo.

La democracia extendió la conciencia fiscal y la eficacia tributaria. Entre 1975 y 1985 fue el nuestro uno de los países europeos en los que aumentó más la presión fiscal, pero es cierto que desde niveles relativamente muy bajos. El incremento en años sucesivos estuvo acompañado de variaciones de igual o mayor magnitud en la mayoría de los países industrializados, y muy particularmente de los del norte y centro de Europa. Cuando en ocasiones se asigna al descenso de impuestos o a la contención de la presión fiscal virtudes milagrosas sobre la prosperidad de las naciones, se olvida el punto de partida sobre el que esos descensos tienen lugar, y más concretamente el grado de suficiencia de los bienes y servicios públicos, así como el stock de capital de esa naturaleza que han alcanzado aquellos países que llevan a cabo esas reducciones. El país con la renta por habitante más elevada del mundo, Noruega, mantiene una de las presiones fiscales más altas (superior al 41% del PIB); las de Suecia y Dinamarca alcanzan el 50%, y todos los miembros de la UE, salvo Irlanda y Portugal, tienen una presión fiscal más elevada que España. Donde España también se singulariza respecto al conjunto de los países avanzados es en el peso relativamente elevado que tienen las cotizaciones sociales, constituyendo la principal fuente de ingresos del Estado.

Asimetrías adicionales en nuestra Hacienda pública se localizan en la pretensión por restringir más de lo estipulado por las exigencias del Pacto de Estabilidad y Crecimiento el margen de flexibilizar del déficit público, en un país que, por no alcanzar el umbral mínimo de renta por habitante, siguer percibiendo fondos de los más ricos de la UE. La genuina Ley de Estabilidad Presupuestaria, obligando, en el peor de los casos, al equilibrio presupuestario del conjunto de las administraciones públicas, actúa como importante limitación al fortalecimiento del stock de capital, necesario para avanzar a mayor ritmo hacia la convergencia real. Con ella, también las comunidades encuentran una restricción al ejercicio de sus competencias consecuente con el proceso de descentralización fiscal. Uno de los pocos rasgos, este último, en los que nuestro sistema económico ha seguido a pie juntillas las implicaciones derivadas del texto constitucional.

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