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MANUEL GARCÍA PELAYO Y ALONSO | Balance

Honrado a carta cabal

NO ES FÁCIL HACER en el breve espacio de que dispongo la semblanza de quien fue un hombre de cuerpo entero, un notable intelectual, y para mí, además, el maestro y el amigo entrañable con quien compartí, durante años, trabajos, ilusiones y sinsabores, desde que nos conocimos, en Caracas, en 1959. En Caracas murió también en 1991, poco antes de cumplir los 82 años. Como él pidió, sus cenizas fueron arrojadas al Duero desde un puente de Zamora, junto a la cual había nacido (Corrales del Vino, 23 de mayo de 1909) y en donde vivió de niño y de muchacho. La cronología detallada de su vida puede encontrarla el lector en la Nota biográfica que encabeza el primero de los tres volúmenes de sus Obras Completas (Madrid, 1991), y en ese mismo volumen se recoge la hermosa Autobiografía intelectual en la que García Pelayo da cuenta resumida de sus ideas y de sus obras. Ni allí ni en ningún sitio pueden llegar a saber, sin embargo, quienes no lo conocieron, o lo conocieron sólo superficialmente, cuál fue la fuerza de su personalidad, la entereza de su carácter, la hondura de su humanidad, de sus defectos y de sus virtudes. Pensé que tal vez podría dar aquí un atisbo, narrando algunos episodios significativos, pero ni siquiera para eso da el escaso espacio. Me contentaré, por eso, con resumir las razones que le llevaron a irse a Argentina en 1951 y a dejar el Tribunal Constitucional para regresar a Caracas en 1986.

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La marcha a Buenos Aires, aprovechando una oferta de Prados Arrarte, fue una consecuencia de su renuncia al puesto que ocupaba en el Instituto de Estudios Políticos, gracias a su vieja amistad con Javier Conde. Esa renuncia se produjo el día en el que éste le comunicó jubiloso que ya podría concursar a una Cátedra en la Facultad de Ciencias Políticas sin tener que humillarse pidiendo un certificado de adhesión al régimen, que era requisito indispensable, porque él había conseguido que lo expidieran sin necesidad de solicitud previa. Pelayo agradeció la buena intención de Conde, pero le explicó que desde ese momento se veía obligado a dejar el Instituto, porque si seguía allí, aunque no hiciera las oposiciones de cátedra, ya nadie podría convencer a quienes fueron sus compañeros de armas de que no los había traicionado, siquiera fuese de labios afuera.

Su renuncia a la Presidencia del Tribunal Constitucional, que abogados y periodistas a sueldo de Ruiz-Mateos presentaron como una huida, para escapar de la vergüenza que a su juicio debía sentir García Pelayo por su voto en el asunto Rumasa, o quizá para gozar en paz de los beneficios que así habría obtenido, no tuvo nada que ver, naturalmente, ni con esa vergüenza que Pelayo no sentía ni tenía motivos para sentir, ni menos aún con beneficio alguno, que jamás hubiera aceptado. Se debió, simplemente, al hecho de que García Pelayo, a sus 75 años, no se sentía con fuerzas para quedarse solo en Madrid, ni quería evitar esa soledad obligando a que su segunda esposa, 30 años más joven que él, renunciase a su plaza de profesora en la Universidad de Venezuela, a la que estaba obligada a reintegrarse ese año, agotado ya el tiempo máximo de la excedencia. Fue el mejor presidente imaginable para el Tribunal Constitucional. El hombre que se necesitaba para colocarlo desde su nacimiento en el lugar que debía ocupar. No tanto porque fuera un sabio jurista, que lo era, como porque era un hombre honrado a carta cabal, íntegro y lleno de humanidad.

Francisco Rubio Llorente es catedrático emérito de la Universidad Complutense.

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