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Columna
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Machismo

Entré en un bar a tomar un café, y mientras la máquina bufaba y sus pilotos se enrojecían asistí a los comentarios de los parroquianos, todos varones, sobre las últimas noticias del telediario, que tenía lugar desde un rincón cerca del techo, encima de un altar. Se discutía acerca del día internacional contra la violencia de género y de la nueva campaña impulsada por la Junta para remover las conciencias: a la mayoría de aquellos machos provectos les parecía todo muy mal, porque si a las señoras se les casca es porque se lo buscan de alguna manera, y con aire acorralado se miraban unos a otros los bigotes y las manos de leñador temerosos de sus convicciones, en este mundo degenerado en el que el hombre se ha convertido en una especie en extinción y no tardaremos en rendir las armas en brazos de las mujeres. Los amigos de mi padre, mientras apuraban los vinos sobre el mostrador de la taberna, solían plantear la misma interrogación angustiosa: ¿qué ocurrirá cuando manden las mujeres? Aquella tarde, sorbiendo la tibieza del café, me contesté a mí mismo que todo volvería al origen, al lugar del que procedemos, a aquel Paleolítico turbio y áspero donde las madres reunían a las familias y organizaban la sociedad y se rendía culto a la vaca, a las ubres, a la fertilidad, al gran útero caliente que alumbró las estrellas y que luego fue Istar, María, Isis, Astarté, Cibeles y Afrodita.

Probablemente, lo que pretende el macho amenazado al emprenderla a guantazos con su compañera es detener ese declive, esa derrota paulatina que debe llevarle a claudicar y convertir la sociedad en otra cosa más oreada y tranquila. El culto al varón no ha arrojado resultados muy pingües en esta decena de milenios de andadura: el patriarcado, la correa, el cuando seas padre comerás huevos, el ascetismo, la valentía, el recurso al puñetazo y la guerra preventiva, la idolatría del cuerpo y de la fuerza bruta bajo todas sus formas, que van desde la sacralización del fútbol al baño de honor que acompaña al ejercicio militar, la adoración del sol, de lo masculino, del Padre Eterno, aportan como resultados más visibles la bomba atómica (que es un gran falo cargado de uranio) y el campo de concentración (esa variante perfeccionada del campamento de verano, donde los niñitos aprenden a hacerse hombres). Pero aunque algunos nostálgicos, esos mismos enrabietados que tratan de obstaculizar el avance de las cosas quebrantando los esqueletos de sus mujeres, contemplen el fin del machismo como una catástrofe, no todos los hombres somos de la misma condición: muchos entendemos que con esa ideología y ese barco a pique van por fin al fondo del mar muchas otras mercancías que detestamos. Seas del sexo que seas, si maltratan a una mujer no te calles, dice el eslogan de la Junta con mucha justeza: porque cuando una mano golpea, las heridas no son sólo del género femenino. Ese gesto animal nos amenaza a todos, amenaza nuestra convivencia, nuestro deseo de vivir en paz y la libertad ajena; con su perenne recurso al palo intenta obligarnos a seguir rindiendo pleitesía al genital masculino bajo todos sus avatares: fusiles, pelotas, misiles, bates de béisbol, sables, torres más altas, coches más rápidos y armas más efectivas. No nos callemos.

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