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Columna
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Príncipe

Estoy del lado de Jardiel Poncela cuando nos previene de que la vida del Rajá no es tan lujosa y esmaltada como supone el proverbio, y que en sus facturas la cuota de incomodidades y de desengaños logra cifras mayores que la de ventajas. Ser gobernante resulta más triste y amargo de lo que nos parece a primera vista: la púrpura pesa más que el lino, a veces el oro hace daño a los ojos, tiene uno que rodearse de animales pérfidos y esquinados que presentan una sonrisa mientras en el interior de sus labios se retuercen los insultos más venenosos. Todos recordamos el cuento del traje nuevo del emperador y la lamentable desnudez con que un pueblo hipócrita hizo desfilar a su monarca por empeñarse en no contradecirle. Las familias reales viven solas, aisladas entre el alabastro de sus palacios, protegidas por el estuco, los entorchados, las rosas y los estanques del mundo auténtico que se desenvuelve fuera. No en vano Midas era rey, de Frigia para ser exactos: incapaz de desprenderse de la nobleza de su cuna iba engrandeciendo todo cuanto tocaba, iluminando los rincones oscuros con su presencia, ascendiendo al plomo y la herrumbre al puesto de oro. Quieran o no, todos los gobernantes padecen la enfermedad de Midas: jamás podrán presenciar una calle desnuda, un colegio con desconchones, una niña mal peinada; su mirada sola, como la del basilisco, tiene poder para afectar las cosas y las volverá de inmediato más lustrosas, distinguidas y tersas de lo que lo eran antes de su llegada.

Pobre Felipe, príncipe nuestro, que desemboca en las Tres Mil Viviendas y el Polígono Sur y se encuentra con un instituto modélico, jóvenes que le jalean y un pueblo desafortunado pero paciente que sale a recibirle con los brazos abiertos. Nada de suciedad ni de escombros; erradicadas las jeringuillas y el hambre, fuera las manchas en la pared y los despojos humanos que en las esquinas de los edificios ejercen el sacerdocio de la heroína. Aunque nos parezca mentira, yo creo que el príncipe saldrá un poco escamado de su visita a los infiernos, preguntándose por qué le habrán pintado el panorama con tantos tonos ocres y turbios cuando los pomos de las puertas relucían con tanto esplendor, y ya en el coche oficial tal vez se pregunte si no le están engañando: si Chaves y Monteseirín no habrán ordenado limpiar a conciencia los albañales de los alrededores con motivo de su visita y no habrán retirado todo testimonio doloso que importune la claridad de sus pupilas. Y, quién sabe, quizá Felipe se entristezca y maldiga su suerte, y desee contemplar de una maldita vez las cosas tal y como son, sin filtros, sin ambages, sin cristales que las vuelvan más suaves y tenues y sólidas. Será como aquel otro príncipe, el Gautama de las leyendas orientales, al que su padre recluyó en un palacio para que no se sobresaltase con las miserias de la Tierra; un día, el príncipe se dio a la fuga y descubrió aterrado que existían ancianos, enfermos, pobres y desamparados, y que la vida era una habitación mucho más vasta y sórdida de lo que había supuesto en su ignorancia. Tal fue la impresión que el príncipe se cortó la trenza con un machete y se fue a ayunar al desierto para fundar una religión. Que alguien le explique algo a nuestro Felipe: ninguno queremos verlo cargado con una túnica azafrán, pobrecito.

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