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Columna
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Abismos

Hacia mediados del siglo IV de la era cristiana, el rabino Hillel el joven fijó la fecha de la creación del universo: ocurrió el 7 de octubre del año 3761 antes de Cristo. La fecha nos puede resultar sorprendente, teniendo en cuenta el retroceso millonario al que ha sido expulsado el Big Bang, o a los muchísimo más remotos retozos que han sido documentados para el Homo Antecesor y otros monstruos similares. Hasta el vasco de Ibarretxe es más antiguo, ocho mil años. Sin embargo, a mí esa fecha me parece maravillosa. Frente a los vacíos temporales, tan propicios para la fantasía, en los que flotan perdidos los huesos de Atapuerca, la boina del Neolítico, o la explosión originaria, esa fecha - 3761 antes de Cristo- es una fecha compacta. Todo lo que ocurrió a partir de ese día no deja lugar para ningún bostezo de Dios, y todo está documentado: los hechos y las generaciones, los jueces y los profetas, los exilios y los retornos. No hay lugar para el abandono, para la oscura soledad de los milenios. En el día de la creación, en ese día, se inició una historia de amor entre el creador y su criatura, una historia apasionada, violenta, colmada de infidelidades y reencuentros. Una historia.

Pero si el año es sorprendente, el día concreto en que ocurrió produce vértigo. No parece una fecha adecuada para ningún inicio, salvo que cuestione nuestra peculiar contabilidad de los años. ¿Contaremos mal para que el día del inicio se corresponda con lo que para nosotros sería un 7 de octubre? Si no es así, ¿no estaremos reconociendo la existencia de un tiempo opaco, un tiempo oscuro, anterior a la creación, un tiempo que anidaría en el silencio de Dios, que es ajeno al tiempo? Pues un 7 de octubre remite a un 6 de octubre, o a un 15 de marzo, fechas que quedarían ocultas, aunque reales, en el misterio de esa oscuridad silenciosa. Al crear el mundo, Dios creó el tiempo, pero al hacerlo el 7 de octubre lo creó cargado de temporalidad, transcurriendo ya, y nos sumió en la conciencia del abismo de una eternidad sin fechas. Acaso podríamos atribuir esas fechas a proyectos o fantasías de la quietud de Dios, fantasías que dejarían sus huellas en el momento de la luz. La radiación de fondo, el Homo Antecesor, o la boina de Ibarretxe, no serían de esta forma sino recuerdos de esas fantasías de la noche, que habrían quedado impresos en lo creado como fósiles. Memorias del abismo.

También la criatura lleva impreso ese abismo, al que tampoco es ajena la historia posterior al 7 de octubre de 3761 a. C. En la novela de Stefan Zweig Carta de una desconocida -que ustedes habrán leído-, un hombre es informado de poseer una vida que él desconocía. Paralelamente a la suya, genera otra vida de la que él es partícipe sin saberlo. Sólo esa carta lo hará conocedor de ese otro legar que ha ocupado ignorándolo. Una mujer, a la que no reconoce, se ha enamorado de él, ha gozado con él, se ha prostituido por él, ha tenido un hijo con él y va a morir por él. Él ha vivido, sin conciencia de ello, otra vida con esa mujer, como un ectoplasma de su abismo. La lectura de esa carta le dará noticia de su propia sombra, una zona opaca de la que no ha podido desprenderse. Nuestra moralidad es inseparable de esa noche, que tanto tiene que ver con el dolor ajeno.

Y hay también opacidad en la historia. Los vascos que se ven discriminados, o excluidos, según criterios que atienden a un mayor o menor grado de vasquidad, siempre pueden hallar refugio en una españolidad a la que en algunos casos ni siquiera se creían adictos. Ahí siempre serán bien recibidos, aunque también en ese refugio empiezan a desdibujarse zonas oscuras. Dicen que la enemistad provoca mimetismos y que el enemigo acaba mirándonos desde el otro lado del espejo. Cuando a José Luis Rodríguez Zapatero se le cuestiona su españolidad -y con él a sus seguidores- ignoro qué bandera podrá servirle de estandarte para su refugio. Vagabundeo no se escribe con d final, como tampoco penumbra. Vasquidad y españolidad parece que acaben siendo términos sinónimos, pues ambos se necesitan para crear una zona oscura: la del desarraigo y el exilio. El abismo de Dios no pasa de ser una conjetura. El abismo de los hombres, en el que aquél se mira, ha dado sobradas muestras de que puede provocar el horror: la destrucción con la que eliminamos la sombra creada por el orgullo de la luz. No debemos olvidarlo.

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