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Reportaje:

Rehenes del integrismo

Muchos ciudadanos cuestionan la estricta interpretación del islam que impregna la vida política y social de Arabia Saudí

Ángeles Espinosa

Para los habitantes de Riad, la gasolinera de la calle Talatín de Suleimaniya es una más de las muchas que jalonan la extensísima capital saudí. Al visitante le llama sin embargo la atención su mezquita, decorada con la misma greca roja de la cadena de estaciones de servicio. La imagen refleja a la perfección un país lleno de contradicciones en el que tradición y modernidad aún no han librado la batalla final. Sacudidos por los últimos atentados terroristas, los saudíes han empezado a cuestionar la estricta interpretación del islam que impregna la vida política y social de su país.

"No es que sean más religiosos que los demás", explica Zuhair Kasem al paso por la gasolinera con mezquita, "es que el dueño evita así la pérdida de tiempo que suponen las oraciones". Cinco veces al día (cuatro si descontamos la oración de la madrugada), el país se para en seco para rezar. A la hora del rezo, los encargados echan a los clientes de las tiendas y bajan la persiana. Sin contemplaciones. La muttawa, policía religiosa, vigila. Es sólo un ejemplo de la penetración del islam en la vida cotidiana.

La Comisión para la Virtud y contra el Vicio representa la imagen más fanática del régimen

En Arabia Saudí, el Corán hace las veces de Constitución y a él se remiten las autoridades para justificar que esté prohibido el consumo de alcohol, que las mujeres conduzcan o la práctica de otras religiones. También en él encuentran respaldo para los castigos físicos que impone su sistema penal (flagelaciones, amputaciones y pena de muerte). El islam no sólo forma parte de la idiosincrasia saudí, sino que configura su estructura social y política.

El reino es fruto de la alianza sellada en el siglo XVIII entre la Casa de los Al Saud y el clérigo Mohamed Abdel Wahab, quien dio respaldo ideológico a la dominación del resto de las tribus por parte del fundador de la dinastía. Desde entonces, la estricta interpretación del islam que defendía Abdel Wahab, y que ha venido a conocerse como wahabismo, se hizo dominante en la parte de la península Arábiga que en 1932 alcanzó la independencia como Arabia Saudí. Sin embargo, el país es mucho más diverso de lo que le gustaría a la cúpula religiosa, el poderoso Consejo de los Ulemas.

"Los saudíes de Hiyaz no somos wahabíes", asegura un conocido columnista de Yeddah, la capital de Hiyaz, "lo que sucede es que la hegemonía política de las tribus de Riad y Qasim nos ha impuesto también la hegemonía social y cultural". Qasim, la cuna del wahabismo, y Riad, la capital saudí, se hallan en Nayed, la región rival de Hiyaz, considerada mucho más conservadora. "Arabia Saudí no es un país", declara otra fuente y de ahí el precario equilibrio político. "La familia real es el pegamento que une este conglomerado de tribus que conforman el Estado saudí", coinciden la mayoría de los encuestados.

"Tienen miedo de ser derrocados", continúa el columnista, "pero la legalidad de un régimen se basa en el apoyo del pueblo, no de una parte de él; lo que pasa es que les atemoriza perder el respaldo de los religiosos". La relación es más complicada porque los clérigos están a sueldo del Gobierno y nadie predica sin su visto bueno. "Los ulemas tienen poder sobre cualquiera en este país", afirma el jeque Saleh al Yasim, imam de la mezquita Príncipe Sultán de Yeddah, aunque dice desconocer "de qué forma tratan con la familia real". Entonces, ¿quién gobierna? "Ambos", responde el joven jeque antes de precisar que "oficialmente, el Gobierno, la familia real".

"Podemos criticar al príncipe heredero, pero no a las autoridades religiosas", confía el columnista de Yeddah, "son como la Inquisición, si uno se mete con ellos, está acabado". El interlocutor se queja sobre todo de la policía religiosa, que "como los jacobinos franceses, va atacando a la gente por la calle". Los agentes de la ominosa Comisión para la Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio representan la imagen más fanática del régimen y pocos son los saudíes que no se han visto agraviados por sus decisiones.

"El problema no es la institución, sino el comportamiento de sus agentes, cómo tratan a la gente", justifica el jeque Saleh. "Ahora están recibiendo cursillos para mejorar su capacidad de comunicación", subraya convencido de que "juegan un papel efectivo en cambiar el comportamiento de la población". Aunque en Riad se escuchan muchas quejas sobre la muttawa, tal vez la visión del joven jeque Saleh refleje a una mayoría de la población saudí que incluso los liberales reconocen "mayoritariamente conservadora". Ahora incluso en esos sectores se ha asentado la necesidad de un cambio en el estricto modelo religioso que preconiza el régimen.

Desde el 11 de septiembre, el príncipe Abdalá, heredero del trono y gobernante de facto a raíz del derrame que sufrió el rey Fahd en 1995, viene presionando a los religiosos para que limiten el radicalismo de sus mensajes. A partir del atentado del pasado 12 de mayo, han empezado a notarse los efectos de esa presión. Trescientos imames han sido despedidos. "Es todo muy sutil", admite un miembro del Consejo Consultivo desde el anonimato, "algunos clérigos han cesado sus proclamas antioccidentales, otros han rebajado su tono". Así, la plegaria que acababa pidiendo a Dios que "destruya a los infieles", solicita ahora "honor para los musulmanes y deshonor para el resto".

Entre la élite liberal existe consenso en que si el Gobierno desea evitar que el país se reduzca a ser una gasolinera con mezquita, va a tener que hacer mucho más que reeducar a los agentes de la policía religiosa y moderar las prédicas de los imames. "Hay que acabar con el sectarismo y el tribalismo que caracteriza nuestra sociedad, y reconocer que incluso los saudíes procedemos de orígenes distintos", defiende Raid Qusti, jefe de la delegación en Riad del diario Arab News. "Arabia Saudí tiene que cambiar su discurso religioso porque si no está pérdida", concluye.

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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