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Columna
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Los espectros

Rafael Argullol

Los espectros son importantes, y cuando desaparecen de la representación aumenta el riesgo de impunidad en la vida pública. En la tragedia griega deidades espectrales -las Erinias- perseguían los delitos incrustadas vengativamente en la memoria de los transgresores, pero fue Shakespeare, posiblemente el mayor anatomista del poder que haya dado la cultura europea, quien colocó a los espectros en su sitial idóneo, rodeando las dudas y ambigüedades de Hamlet o mordiendo a Macbeth con la saña de la peor jauría.

Shakespeare nos explicó para siempre el vínculo entre el poder y los espectros. En apariencia el poder juega con su propia ilusión de manera que quienes lo detentan, los poderosos, creen que no hay límites para sus acciones. Esto naturalmente exige que el tiempo sea siempre un crudo presente: hago esto porque tengo la fuerza y si quisiera, gracias a ella, también haría lo contrario. A la luz de la pura actualidad el poder sueña con su carácter ilimitado.

El espectro de David Kelly ha puesto su demoledor foco sobre la vida pública de Gran Bretaña y, por extensión, de Occidente

Sin embargo, el futuro conspira contra este sueño. Los espectros son criaturas del futuro que, de pronto, intervienen en el presente e interrumpen la ensoñación del poder. Todo va bien para los felices Macbeth mientras, en el día a día de la sangre y de la mentira, dura el reino de la acción. El curso dichoso de los acontecimientos se tuerce, no obstante, cuando la pareja se ve obligada a contemplar el espejo de sus acciones. Macbeth se derrumba; lady Macbeth parece más fuerte porque permanece activa. El momento de la contemplación es siempre fatal para los sueños de poder.

Ahí es donde actúan los espectros: cuando las acciones se fosilizan y sólo restan las visiones. El crimen que fue presentado como virtud reaparece, multiplicado, en su condición de crimen. Paralelamente, aquella mentira disfrazada de verdad con tanta pericia irrumpe como la desolada mentira que siempre fue. Nada hay más terrible para el poder que el testimonio de la memoria que simbolizan los espectros.

Todos merecen nuestro respeto pero uno, en particular, resulta conmovedor estas últimas semanas: el espectro de David Kelly. Con toda probabilidad nunca sabremos las circunstancias exactas que envolvieron a la muerte del científico británico. Aceptado el suicidio, ¿alguien de los que le empujaron hacia él ha meditado sobre el último momento de Kelly? Tampoco podemos saberlo. El último momento de un suicida es de las escenificaciones más inimaginables a no ser que sea filosóficamente majestuoso, como la despedida de Sócrates descrita por Platón.

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Es difícil pensar que el suicida Kelly gozara de una sombra de tal serenidad. Más bien todas las informaciones que hemos recibido apuntan en la dirección contraria: un hombre cercado, un asedio implacable, una exhibición impúdica de las trampas del poder. ¿Alguno de sus persecutores ha intentado reproducir lo que sucedía en el espíritu de David Kelly cuando éste se internó en el bosque de su paseo final?

No podemos contestar a eso. Estos días he observado minuciosamente su cara en las fotos sucesivas de los periódicos. Antes de los acontecimientos fatales es el rostro de un hombre que combina fortaleza y fragilidad a partes iguales, una fórmula no rara en el mundo intelectual, sobre todo en el científico. Después, arrastrado por el vértigo durante los interrogatorios, es ya la cara de un náufrago espiritual. David Kelly, a juzgar por esas últimas fotos, es alguien que está muriendo antes de su muerte formal. Se está convirtiendo en un espectro.

Tiene, por tanto, una nueva fuerza que acabará cerniéndose sobre el poder que lo acorraló y lo destruyó. Desde esta perspectiva los espectros, lejos de ser los habitantes de la oscuridad de las leyendas populares, son ciudadanos del claroscuro: se mueven en una tenue luminosidad pero arrojan una poderosa luz sobre el escenario que les ha dado razón de ser. El de Kelly, el espectro de David Kelly, ha puesto su demoledor foco sobre la vida pública de Gran Bretaña y, por extensión, de Occidente. Lo que permanecía oculto en el momento de la acción -aquel presente en el que el poder se enseñoreaba de la realidad- ahora empieza a desnudarse bajo la luz de la contemplación.

Desgraciadamente no sabemos -aún- cómo el espectro de Kelly se presenta ante sus antiguos sitiadores. No sabemos en concreto si Tony Blair -un aspirante a Hamlet reconvertido en un aspirante a Macbeth- observa ya sillas vacías rebosantes de sangre o si todavía mira las nubes en busca de refugio. Sí percibimos, no obstante, que se está rasgando una monstruosa red de mentiras tejida no muy lejos de donde se representaban los dramas de Shakespeare. Una vez más, como éste expresó reiteradamente, las virtudes públicas parecen alimentarse con sucios ríos subterráneos que arrastran las mentiras y los crímenes de Estado. No es difícil imaginar que David Kelly se ahogó en sus aguas turbulentas.

Los falsarios son los que siempre invocan el principio de la realidad. Los peores crímenes del siglo XX se realizaron invocando este principio. Los más recientes crímenes del recién iniciado siglo también. Esto sería definitivamente angustioso si no supiéramos que hay otra fuerza que moldea la existencia en sentido opuesto. Gracias a ella apelamos a la crítica, a la memoria, a la conciencia. Los espectros nos defienden contra la pública virtud. Son nuestros ángeles de la guarda.

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